Pensar es deporte de riesgo, y hacer pensar a los demás puede costar hasta la vida en algunos casos, como le ocurrió a Sócrates. Aunque de eso hace un tiempecito la cosa no ha cambiado mucho. Y eso está feo.
Lo que tienen los pensamientos, para bien o para mal, es que no se ven, no se oyen, no se pueden saber, no molestan... Hasta que se dicen. Ése es uno de los brutales poderes de la palabra.
Controlar nuestros pensamientos es imposible, y dejar de pensar también. De hecho, creo que lo deseable es lo contrario: entrenar el pensamiento. Pero ojo, el pensamiento crítico. Ése que se supone que está de moda pero que, cuando te lo encuentras de frente, te da como repeluco.
Hablarnos a nosotros mismos y cuestionarnos es la base del pensamiento crítico, la introspección y la autocomunicación (si se acepta el palabro), me parecen esenciales y un deber como ciudadanos. ¿Cómo pretendo comunicarme con los demás si no lo hago conmigo?
Y aquí empiezan las cosas chungas (también hay muy buenas, pero como diría Michael Ende, eso es otra historia que será contada en otra ocasión). Pensar, preguntarme y hablarme genera más preguntas que respuestas y, a veces, respuestas que no me gustan. Y eso es incómodo, pero necesario. De hecho es la base de la flexibilidad cognitiva. O dicho sin palabras raras, de tener una mente abierta y, en general, poder ser más feliz y estar a gustito con el mundo.
Pero las cosas se pueden poner peor (ya conocemos la implacable Ley de Murphy). Y es que, además, podemos hablar con otras personas y hacerles pensar. Oh, sacrilegio.
Si es incómodo cuestionarse uno mismo, cuando te lo hace otro, ni te cuento. Por esto se cargaron a Sócrates. Por "corromper" a la sociedad. Una corrupción que ejercitó con el arma más poderosa que existe; la palabra.
Y es que Sócrates se paseaba por Atenas usando el noble arte de la mayéutica. Preguntando a la gente y haciendo que sacaran sus propias conclusiones. Algo evidentemente intolerable, faltaría más. A día de hoy ya no hay cicuta para beber, pero el ostracismo (que también era de los griegos) ha evolucionado y ha llegado en forma de linchamiento social y cultura de la cancelación.
¿Que fulano argumenta algo de forma razonada y evidenciada que no me gusta? Le coloco alguna etiqueta y lo condeno socialmente. "Eres un (inserta aquí tú etiqueta favorita)". Y hala, despachado.
¿Que mengano me pregunta sobre mis creencias y me doy cuenta de que no tienen mucha base? Pues lo insulto y lo cancelo. Faltaría más.
Y lo entiendo. Porque lo contrario pasaría por entendernos, respetarnos, hablarnos, escucharnos, pensar y crecer socialmente. Vamos, una locura.
Entiendo por qué se hace y cómo funcionan algunos de los procesos mentales que lo justifican, pero en el fondo no lo acabo de entender. No entiendo por qué seguimos, como sociedad, dejando la comunicación de lado. No entiendo por qué, como individuos teóricamente pensantes, no levantamos un poquito más la cabeza mirando al cielo y nos preguntamos cosas. Empezando con cosas simples, como por qué el cielo es azul, por ejemplo. Y luego ya envalentonarnos. Preguntarnos cosas como ¿Por qué creo en lo que creo?, pero eso ya es otro nivel.
Desde luego esto no se promueve (salvo honrosas excepciones) y sospecho fuertemente que es porque no interesa. Al fin y al cabo, cuanto menos dialogante, pensante y crítica es una sociedad, más fácilmente manipulable es.
Sigo empeñado en pensar y hacer pensar, y reconozco que tengo muchísima suerte de conocer a un buen puñado de personas que también lo hacen. Con ellos, conmigo y con los demás.
Gracias, de corazón. Estas cosas hacen que no pierda la esperanza, y quiero creer que cundirá el ejemplo y cada vez habrá más personas conscientes del tremendo poder de la palabra.
Como reza el adagio de Damocles (o como dijo el tío Ben en Spiderman, si eres más friki) «un gran poder conlleva una gran responsabilidad», y ojalá que todos seamos cada día algo más responsables, que sigamos practicando deportes de riesgo como comunicarnos, reflexionar o hacer pensar a los demás, que de vez en cuando, al salir a la calle, levantemos la mirada y mirando al cielo nos preguntamos algo que empiece con ¿Por qué?