Killers of the Flower Moon o Los asesinos de la luna en España fue la última y esperadísima película de un octogenario y brillante Martin Scorsese, que sigue firmando y filmando largometrajes con el mismo nivel que cuando nos regaló Malas calles o Taxi Driver hace cinco décadas. En la película, si bien posiblemente inferior a El irlandés, Marty nos cuenta los brutales asesinatos a los miembros de la nación indígena Osage en la Oklahoma de los años veinte. Por supuesto, De Niro, un aquí orondo Di Caprio y la fantástica Lily Gladstone redondean un ejercicio de cine magnífico y casi perteneciente a otro tiempo.
No solo se trata de la objetiva habilidad de Scorsese tras la cámara, de un elenco de actores de primerísimo nivel y del genial guion de Eric Roth que adaptaba el libro de David Grann. Los asesinos de la luna es un paseo en el DeLorean hacia un cine casi extinto, que se toma su tiempo en trazar los personajes, en desarrollar la historia, en que los eventos se te cuelen por cada poro durante más de doscientos minutos hasta un magnífico climax sostenido entre De Niro y Di Caprio, tío y sobrino en la cinta.
Lo primero que uno dilucida al disfrutar del largometraje y al sumergirse en su poso, más allá del inmenso placer que supone el buen cine, es la confirmación del hecho (que suena a tópico y manido, pero no por ello menos cierto) de que ya no se hacen largometrajes así, y no es solo culpa de las grandes productoras, también es culpa nuestra y lo es por dos razones principales.
La primera es las redes sociales: Instagram o TikTok han logrado enganchar al mundo a contenidos vacuos de pocos segundos en los que prima la hiperestimulación (zooms, ruidos, subtítulos, música y otros efectos sencillos de edición) por encima de la calidad, hasta el punto de que tenemos a grandes psicólogos, filósofos o reputados profesionales de toda índole reduciendo y adaptando su interesante, compleja y necesaria aportación a titulares y a fuegos de artificio en clips de veinte segundos en los que cabe el ruido pero apenas entra el contenido.
Por si no fuese suficiente, nuestro cerebro (y con nuestro me refiero al de la inmensa mayoría de la población de los países desarrollados) es completamente adicto a la dopamina que genera ante estos estímulos, sin embargo, debido a lo vacío y superfluo del contenido, ésta desaparece rápidamente y volvemos a por más, con lo que nos pasamos el día como adictos a reels, posts, stories y TikToks de los que no podemos sacar una conclusión, una moraleja o una lección mínimamente relevante, por lo que estamos dejando de lado la calidad para abrazar de manera compulsiva la cantidad.
Por supuesto, este inmenso cambio en nuestra capacidad de concentración ha reconvertido nuestros hábitos: cada vez nos cuesta más leer un libro, ver una película sin acudir al móvil cada cinco minutos o, simplemente, hacer un análisis o una reflexión concienzuda interior de cualquier cosa.
El auge de las plataformas audiovisuales también ha contribuido a esta evolución a peor en nuestra manera de vivir, y es que existen tantas opciones diferentes -y todas compitiendo en número de estrenos- que es imposible que la mayor parte del contenido tenga un mínimo de calidad. No se pueden estrenar cientos de largometrajes y series cada semana sin que el nivel baje, ya que sabemos la dificultad de llevar a cabo una obra audiovisual que acabe siendo atemporal. De nuevo la competencia va de quién saca más productos, no de quién los hace mejores.
Lógicamente, estas plataformas saben que lo que nuestro cerebro busca de manera inconsciente es tener un buen número de opciones con lo que sentirse estimulado, no que éstas sean El Padrino, Uno de los nuestros, El quimérico inquilino o El apartamento. De modo que nos quejamos, pero nos están dando en modo y forma lo que buscamos, le pongamos nombre o no.
Dice la pirámide de Maslow que el ser humano necesita prosperar, desarrollarse y crecer para ser feliz, justo lo contrario de lo que obtenemos al pasar horas viendo clips que olvidamos a los cinco segundos. Quizás por eso también se dice que somos la generación que lo tiene todo y siente que no tiene nada, ¿no?, curiosamente, la respuesta a nuestros anhelos nos la daba, al menos en mi caso, un tipo de más de ochenta años y gafas de pasta nacido tras el puente de Queens.