Siempre hay algún tipo de farsa que nos espera a la vuelta de la esquina. Una farsa cotidiana, de gimnasio y acoso en WhatsApp, de bloqueo y chat archivado. Una farsa automatizada, la misma que promete una mejora de las condiciones laborales, pero siempre para unos pocos, los habituales, los que no se mueven de la foto, los hbo (hombres blancos obsesionados con ellos mismos), aquellos que cristalizan estructuras de poder aristotélicas y firman acuerdos en cenas con sonido a lavadoras lejanas.
Una farsa esporádica que se abre camino a golpe de smishing y hace más vulnerable al que ya es vulnerable por condición. Nunca ser viejo fue tan desalentador. Menos mal que esta farsa pone horarios de atención específicos para «nuestros mayores», mientras cierra sucursales a gogó y en las zonas rurales. Y la farsa más popular de todas, nuestro clásico, esa que luce bien aseada mientras culmina la tarta tres chocolates de la receta de la Thermomix para toda la familia. Da igual quien se siente a la mesa, eso no le preocupa. La farsa tiene un perfil privado en Instagram y manda mensajes a otras farsas que celebran cumpleaños con hijos y festivos con manteles de patchwork elaborados en el taller de los miércoles. La farsa tiene mil rostros, aunque en realidad siempre sea el mismo y con la misma intención. Dejar a la vida en los huesos.
Hay que estar alerta con las farsas, especialmente, en estas fechas porque andamos exhaustos con tanto mes encima, con tanta tarea desbocada, con tan poco tiempo para hacer las cosas, y la vida, con calma y cariño. Con tanta ausencia. Llegar al final de cada año ha pasado de ser celebración a itinerario de supervivencia. La farsa nunca descansa y encuentra en el cinismo su mejor aliado, que sabe y conoce de los efectos del cansancio en quien aspira, con absoluta honestidad, a levantar la persiana de la vida para hacer de lo cotidiano algo, precisamente, cotidiano. Un lugar en el que poder llevar a cabo una vida buena, una buena vida.
Me resisto a pensar que los cínicos ganan terreno y nos comen, a bocaos, la esperanza. Quizá todo pase por dejar de justificar agotamiento frente a conocimiento, rapidez frente a sabiduría. Este sería un buen comienzo. Otro posible principio sería echar abajo el muro de los adultos. Sí. Derribar cada ladrillo sobre el que hemos depositado las creencias del mundo adulto, sus prejuicios y complejos. Sus supremacías e imperativos. Todos y cada uno de los materiales necesarios sobre los que se han proyectado asimetrías y desigualdades. Los mismos ladrillos que son los pilares del futuro que nos espera a golpe de chip e IA.
El mundo de los adultos se ha vuelto un mundo de seres pequeños. Y que me perdonen los pequeños por compararlos con nosotros. Sus miradas libres, sus modos generosos de estar en el mundo, no merecen tal comparación. La edad adulta responsabiliza a todo y todos de sus responsabilidades. La vista o no de culpa. La edad adulta hace mucho que perdió el norte porque decidió ponerse un precio y porque convirtió la vida en mero acontecimiento.
Estar agotada me preocupa y me cansa. Igual que a vosotros. Pero reducir la vida a acontecimiento me da miedo. Me aterra. Esa regla de tres deforma su significado y la desglosa en piezas con una tabla de precios muy concreta. Esa quizá sea la farsa más implacable.