Si la economía de los Estados Unidos iba tan bien y no había ningún problema, ¿por qué ha ganado Trump, el supremo exponente planetario de eso que los liberales llaman “populismo”? He ahí la pregunta del millón.
El PIB yankee, al modo del español, también parece un (pequeño) cohete, creciendo a tasas muy notables, de en torno al 2,5% anual; el dólar anda más fuerte que nunca en los mercados internacionales de divisas; las acciones cotizan a máximos históricos en el parquet de Nueva York; las estadísticas laborales retratan una situación óptima, de prácticamente pleno empleo, con sólo niveles de desocupación friccional…
Todo parecía perfecto en el mejor de los mundos posibles, pero ganó Trump. Aunque, hablando en rigor, no es que haya ganado el partido de Trump, algo que cada vez menos procede identificar con los republicanos pro libre mercado de toda la vida, sino que han perdido los demócratas.
De hecho, Trump ha conseguido menos votos populares que en las elecciones anteriores, las de 2020. Merma que le habría impedido alcanzar de nuevo la Casa Blanca si el apoyo popular a los demócratas no se hubiese desmoronado también en relación a hace cuatro años. Pero se desmoronó.
Harris, la candidata de designación digital apadrinada por los grandes donantes de Wall Street y del Silicon Valley, ha logrado perder a once millones de votantes que habían apoyado a Biden en su día, una hazaña no menor. Si bien, y apelando de nuevo al rigor, tampoco ha sido ella la genuina causante del fiasco demócrata sino el definitivo divorcio entre el sesgo optimista de los indicadores macroeconómicos, siempre tan celebrados por la opinión dominante entre los economistas ortodoxos, por un lado; y las percepciones subjetivas en sentido contrario de la gente común y corriente, por otro.
Trump ha conseguido menos votos populares que en las elecciones anteriores, las de 2020
Unos economistas, los de la corriente oficial, que, tanto en Estados Unidos como a este lado del Atlántico, siguen embarcados en la cruzada terraplanista consistente en negar contra viento y marea que la inmigración pueda tener algo que ver con la tendencia al estancamiento crónico de los salarios en aquellas ramas productivas donde la afluencia de trabajadores extranjeros resulta más acusada.
Así, la doctrina económica de los demócratas, al modo de lo que igual ocurre en España con PSOE y Sumar, se asienta sobre la creencia esquizofrénica de que la llamada ley de la oferta y la demanda determina los precios de todas las mercancías en el mercado, de absolutamente todas ellas, excepto de una muy específica llamada mano de obra.
Porque cuando se trata de comprar y vender fuerza de trabajo en el mercado, dogmatiza esa doctrina progresista transatlántica, la célebre ley suprema que a su juicio rige el funcionamiento del orden productivo capitalista, y por alguna misteriosa razón que no creen necesario explicar, dejaría de resultar operativa; en consecuencia, incrementos exponenciales de la oferta, esos que ahora generan los flujos migratorios masivos, carecerian de influencia significativa sobre el nivel general de los salarios frente a una demanda más estable. Y sin embargo… se mueve.
Trump se ha impuesto con autoridad en los estados clave del viejo Cinturón del Óxido, la antigua América fabril y llena de satisfechos cuellos azules, ahora decadente y desindustrializada, no porque los electores de esos nuevos desiertos productivos crean que los inmigrantes ilegales de Haití se van a comer sus gatos domésticos, sino porque comprenden obviedades lógicas que las élites políticas de Washington que presumen de progresistas se empecinan en querer ignorar. La inmigración es el elefante en la sala que, ni allí ni aquí, bajo ningún concepto pueden ver. Pero Trump sí lo puede ver. Y por eso ha ganado.
Aunque no únicamente ha arrasado por eso. Porque también está la inflación; sobre todo, está la inflación. Con la muy pírrica y agónica excepción de Pedro Sánchez, todos los gobernantes que tuvieron que afrontar el rebrote inflacionario posterior a la pandemia han perdido las elecciones ( el próximo de la lista será Scholz, en Alemania).
Trump se ha impuesto con autoridad en los estados clave del viejo Cinturón del Óxido, la antigua América fabril y llena de satisfechos cuellos azules
Y el Gobierno de Estados Unidos tampoco ha sido inmune a esa corriente de fondo. Y es que para la mitad de los empleados norteamericanos, los que además ocupan el tramo inferior en la distribución de la pirámide salarial, el empobrecimiento generalizado posterior a la pandemia sigue resultando en extremo acusado.
Al punto de que, mientras sus retribuciones en términos reales se han mantenido constantes desde 2020 hasta hoy mismo, los precios de los bienes y servicios de uso habitual, los de primera necesidad, han visto incrementar sus niveles en un 20% de promedio; con subidas bastante superiores en el caso particular de los alimentos.
Al tiempo, las subidas agresivas de los tipos de interés por parte de la FED, su respuesta rutinaria a la escalada del coste de la vida, se tradujo, igual que siempre ocurre igualmente de modo rutinario, en un mayor grado de asfixia adicional para los millones de trabajadores de rentas bajas que padecieron el consiguiente incremento de sus facturas hipotecarias.
Y por si eso no fuera suficiente, el coste de los seguros médicos privados, una componente fundamental de las cargas financieras de las familias en un país con prestaciones sanitarias públicas tan raquíticas, lleva tres años disparado. Al extremo de que esa categoría estadística en concreto, la de los seguros de salud, fue uno de los factores de mayor peso ponderado en el incremento del PIB de Estados Unidos durante el año pasado, 2023.
Y Harris, convencida de que la economía no importaba, centrando su campaña de modo obsesivo en las cuestiones de identidad extraídas de la doctrina woke, esa que con tanto empeño elaboran los departamentos de Humanidades en las universidades progres de la Costa Este, mientras que los norteamericanos de la calle seguían enfrentando la mayor caída de los niveles de vida desde la Gran Depresión de finales de la década de los 30. ¿Extraño que haya ganado Trump? Lo extraño sería que no hubiese ganado.
*** José García Domínguez es economista.