Muchas de las personas que me conocen se sorprenderán por el tema de mi artículo. ¿Cómo es que una firme defensora de la reducción del Estado al mínimo considera la colaboración del sector público y el sector privado como necesaria? Mi punto de partida es doble. Por un lado, la situación política real. No estamos en la situación soñada por Adam Smith en la que el soberano (el Gobierno, diríamos hoy) tiene funciones bastante acotadas.
Por el otro, el significado de la palabra colaboración. Para colaborar con alguien tiene que existir confianza mutua y alineamiento de objetivos. Uno no se mete en berenjenales a largo plazo si no existen esas dos condiciones. Y eso es la colaboración público privada.
¿En qué consisten los proyectos de colaboración público-privada (PPP por sus siglas en inglés)? Son acuerdos contractuales entre el Gobierno y una empresa privada destinados a financiar, diseñar, ejecutar y explotar instalaciones y servicios, principalmente de infraestructuras, que tradicionalmente eran proporcionados por el sector público.
De esta forma, se pretende distribuir de manera óptima el riesgo entre las partes, minimizando los costes y alcanzando, al mismo tiempo, los objetivos de desarrollo del proyecto. Esto implica que el proyecto debe estructurarse de manera que el sector privado obtenga una tasa razonable de rendimiento de su inversión.
Así explicado, sobre el papel, parece un win-win, es decir, una alternativa en la que ambas partes salen ganando. Sin embargo, desde mi punto de vista, es un imposible en países como el nuestro, principalmente por un problema de confianza.
¿En qué consisten los proyectos de colaboración público-privada? Son acuerdos contractuales entre el Gobierno y una empresa privada
En primer lugar, hay un interés desmedido en minar la confianza de los ciudadanos en el sector privado desde hace décadas. La gran paradoja es que la mayoría de ciudadanos son los que componen el sector privado. Todos somos sector privado, aunque solamente sea como pagadores de impuestos y como consumidores. ¿A qué viene, pues, este cultivo cuidadoso de desprecio hacia lo privado? Este afán explica que se haya impuesto la visión compartida por la mayoría de la población de que el dinero del público es del Gobierno, los servicios destinados al público son del Gobierno y que todo aquello que involucra a la gente, es “público”, en el sentido de “del ámbito del Gobierno.
Las carreteras deben ser diseñadas y gestionadas por el Gobierno, la educación debe depender del Gobierno, la sanidad, lo mismo, y así todo. Y, llevando esta delegación al extremo, los ciudadanos hemos terminado convenciéndonos de que el gobierno debe censurar o promover el comportamiento de las personas en sociedad. Porque cuando uno habla en público, siendo lo público el ámbito que debe ser gestionado y regulado por el Gobierno, debe pasar por su filtro. Por eso, cuando un idiota dice algo que me molesta, de acuerdo con esta mentalidad, debería pedir que el Gobierno censurara sus palabras por lo que sea: soy mujer, cabeza de familia monoparental, cincuentona, nací en el mes de las flores, o cualquier otra razón.
Esta distorsión de la realidad explica, también, que se mire a la sanidad privada, la educación privada y, en general, a la empresa privada, por encima del hombro, como si fueran moralmente inferiores, como si exudaran egoísmo por su propia definición, y como si el mismo profesional que en el ejercicio de su labor en el sector público es un ángel, se convirtiera en un ave de rapiña cuando ejerce en el ámbito privado.
Con este punto de partida, la colaboración púbico-privada se pone difícil. Pero hay más. Cuando los gobiernos se dedican a maquillar cifras, resignificar y re-etiquetar conceptos para no salir mal parados en las elecciones; cuando la situación real de la economía no está clara: ni el número de parados reales, ni la ejecución de fondos europeos, ni los efectos perniciosos de una subida del salario mínimo, ni el lastre que supone la deuda pública, como verdadera injusticia ínter generacional.
Cuando los impuestos asfixian a las empresas; cuando las empresas asisten atónitas a la cesión del gobierno a los independentistas que pretenden penalizar el derecho de la empresa a establecer su sede donde quiera por las razones que considere oportunas; cuando los incentivos a la inversión son disuasorios y el ahorro se convierte en una aventura imposible. Cuando todo eso sucede ¿con qué confianza va a mirar el sector privado al gobierno? ¿Quién se atreve a colaborar con el gobierno si no es aquellos con quienes coluden? Uno no coopera más que con quienes se alinean con sus intereses.
Las carreteras deben ser diseñadas y gestionadas por el Gobierno, la educación debe depender del Gobierno, la sanidad, lo mismo, y así todo
Los proyectos PPP, que tantos beneficios traerían al público, al Gobierno y a las empresas privadas son un imposible en España. Y es una triste desgracia. Porque tanto las empresas como el Gobierno deberían tener el bienestar de los ciudadanos como objetivo común.
La educación de nuestros niños implica tener una sociedad del mañana más responsable y un mercado de trabajo más sólido, flexible y potente y no debería ser un objetivo electoral. La sanidad de nuestra población no debería serlo tampoco: enfrentar a los trabajadores del sector sanitario dependiendo de si su consulta es privada o no, poniendo en cuestión la honorabilidad de los médicos del sector privado es, simplemente, una canallada.
Denostar a los empresarios privados, a los inversores que arriesgan su capital para obtener una rentabilidad, supone tejer lentamente una cultura antisocial. Porque la sociedad no es el Gobierno. Sus intereses no están defendidos por los gobernantes, sino por los miembros de esa sociedad, que somos, como hemos dicho, sector privado.
Los representantes del pueblo soberano tiene el mandato de crear el marco adecuado para que los ciudadanos desarrollemos nuestras iniciativas de la mejor manera posible. Y nada más. Ganar elecciones a costa de embarrar todo lo que proceda del sector privado es una bomba de relojería que estalla antes o después.