En 1868, el abogado republicano francés Jules Ferry publicaba un libro titulado “Les comptes fantastiques d’Haussmann”. En realidad, era una recopilación de sus artículos en el diario Le Temps, y el título evocaba los famosos “cuentos fantásticos” del escritor alemán Hoffman. En francés, las palabras comptes (cuentas, de contabilidad) y contes (cuentos, relatos) se pronuncian exactamente igual, y Ferry, muy contrario a la política urbanística del barón Haussmann, utiliza esta homofonía para señalar al prefecto del Sena como un farsante.
Lo que Jules Ferry ponía sobre la mesa, además de la desaparición del París tradicional, era la arbitrariedad de la autoridad de Haussmann, con las bendiciones del emperador Napoleón III.
Desde 1852, fecha de proclamación del imperio, las obras públicas se decidían por decreto imperial. Y así, cuando Ferry señala que Haussmann “gobierna, impone, endeuda” a una población que contempla inaudita que se tomen decisiones sobre lo que es suyo, está cuestionando sucintamente el mandato imperial. Porque las expropiaciones y ruptura de vías, las famosas “perçées” de lo que hoy son grandes avenidas parisinas, se hacían en nombre de un “espíritu de sistema” que se ejercía sin contrapoder alguno.
Un poder despótico que pactaba bajo cuerda con el poder financiero, a cambio de privilegios y beneficios. Pero no se pudieron cubrir la subvenciones, las contraprestaciones a las empresas concesionarias de las obras eran excesivas, los ingresos por la venta de las parcelas expropiadas no se acercaban, con mucho, al coste asumido. Y el funambulismo financiero bajo cuerda de Haussmann, al desvelarse, provocó una indignación de la que Jules Ferry fue el portavoz.
Hay que recordar que Napoleón III fue presidente de la Segunda República de Francia al ganar las elecciones presidenciales por abrumadora mayoría en diciembre de 1848. Su lema electoral funcionó: «No más impuestos, abajo los ricos, abajo la República, larga vida al Emperador». La historia que sigue no es nueva: patada constitucional y cuatro año después se proclama como emperador y aplica un autoritarismo propio de su nuevo estatus.
Un poder despótico que pactaba bajo cuerda con el poder financiero, a cambio de privilegios y beneficios
La situación de los trabajadores, que se quedaban sin casa, expuestos a un mercado inmobiliario cuyos precios se triplicaban, casaba mal con ese lema. Repartir entre los grandes financieros los beneficios de las obras públicas, también. Y presentarse a presidente de la República deseando larga vida al emperador, mucho más todavía.
Pero esta historia, aunque hoy suene añeja y un tanto bizarra, no está tan lejos de la realidad española.
Por desgracia, estamos al borde de un verdadero asalto a la Constitución que perpetuaría en la presidencia del gobierno a Pedro Sánchez, que está pactando con quienes defienden la desaparición del Estado español tal y como lo conocemos. El mandato de Sánchez ya ha batido todos los récords de decretos-ley promulgados para no tener contrapoder que le cuestione. Y ya ha empezado el señalamiento en redes sociales y en medios afines al régimen de los disidentes, sea en el terreno económico, el político o el judicial.
Esta semana salían a la luz las cifras del déficit del Estado en junio. Unos datos que estaban retenidos para no perjudicar al gobierno en funciones en las elecciones de julio pasado. Y, más allá de ello, desde hace unas semanas ha estallado una polémica desatada a partir de una entrada en una red social que afirmaba que, en la revisión corriente del PIB, el gobierno iba a mejorar la cifra del Producto Interior Bruto hasta y un 8% para acercarse a las cifras europeas y mejorar la imagen. Una alarma que ha quedado en un ajuste de 1,5%.
Pero lo que es interesante es observar las posturas de unos y otros frente a los datos. Todos coinciden en que los datos no se tocan. La discrepancia proviene de a qué datos nos referimos y cómo los interpretamos. Si descontamos la parte del crecimiento que se debe a las subvenciones y apoyo estatal, no estamos tan bien. Si no lo hacemos, no estamos tan mal. Y aquí hay dos reflexiones a tener en cuenta.
El mandato de Sánchez ya ha batido todos los récords de decretos-ley promulgados para no tener contrapoder que le cuestione
Primero, es necesario saber para qué queremos esos datos. Si el objetivo es conocer el crecimiento real, o si es comparar con los datos de otros países, la cosa cambia. Porque la ministra Calviño ha desgranado los dos mantras que se deducen de la revisión del PIB: se alcanzó el nivel prepandemia en el 2022 y somos el país que más crece de la Unión Europea. Y eso que aún tienen que revisar sus datos muchos otros países. Por desgracia, la sensación es que se utilizan los datos macroeconómicos como si estuviéramos en campaña electoral, lo cual, dada las perspectivas inciertas respecto a la investidura, es inquietante.
En segundo lugar, es fundamental saber si ese crecimiento, que está sustentado en ayudas estatales (incluida la intervención de los precios de la energía), es sostenible una vez que se retiren esos apoyos. Porque como sucede con los ruedines cuando una aprende a montar en bici, o los manguitos y el flotador cuando se aprende a nadar, tienen vocación temporal. Se espera que sean un tránsito. Y así deberían mirarse las ayudas estatales, los controles de precios y las interferencias estatales en la vida económica de un país. Esas medidas que no son estructurales, como la educación o la sanidad públicas, tienen vocación de desaparecer. Y debería ser un orgullo para un presidente del gobierno anunciar la desaparición de las ayudas porque ya no son necesarias.
Sin embargo, como ya apuntaba John Stuart Mill cuando se refería a las ayudas a las industrias nacientes, el peligro es doble. Por un lado, determinar cuándo dejan de ser “nacientes”. Por el otro, que las empresas receptoras de la ayuda se resistan y tengan incentivos para trampear su situación para seguir recibiendo la ayuda.
En España se despliegan ayudas inmediatas y efímeras antes de las elecciones pero no somos un ejemplo en la ejecución efectiva de los Fondos Europeos, que son a las primeras como el azúcar de la fruta a la de las golosinas.
Los cuentos sobre las cuentas públicas son un mal persistente que genera desconfianza y malacostumbra a la sociedad.