La historia de los espectáculos celebrados en la Hispania romana, y en concreto de los ludi circenses, las populares carreras de carros, ha sufrido un importante terremoto arqueológico en menos de un año. Las últimas tecnologías de teledetección han permitido identificar dos nuevos circos. El primero de ellos, en Itálica (Santiponce, Sevilla), cuna de los emperadores Trajano y Adriano, habría tenido capacidad para unos 80.000 espectadores y unas dimensiones espectaculares: 532 metros de longitud máxima y una anchura de entre 140-155 metros en los carceres, una especie de cajones desde donde arrancaban las competiciones.
Esta semana se ha anunciado el descubrimiento de otro circo romano en el yacimiento de Iruña-Veleia, a las afueras de Vitoria. Identificado gracias a fotografías aéreas históricas y modernas, cartografía LiDAR e imágenes obtenidas mediante vuelos de dron, se trata de un recinto más pequeño —280 metros de longitud por 72 m de anchura— que habría acogido a alrededor de 5.000 espectadores. A la espera de prospecciones y sondeos que confirmen la naturaleza de los vestigios, sería el tercer ejemplo de este tipo de construcciones documentado en el norte de la Península Ibérica.
Las carreras de carros fueron el más grande de los espectáculos romanos, por delante de las luchas de gladiadores. No eran un deporte, sino un elemento de consumo diseñado para el disfrute de las masas y ejecutado por profesionales encuadrados en cuatro colores o facciones. Además, su organización y financiación se consideraba desde época republicana un aspecto clave en la relación entre el pueblo y los diversos poderes, desde los magistrados a los emperadores.
Si bien el epicentro de las carreras de carros fue el Circo Máximo de la Ciudad Eterna, que llegó a acoger a más de un cuarto de millón de personas en su época más monumental, el espectáculo ecuestre comenzó a provincializarse a medida que Roma se convertía en la gran potencia de la Antigüedad. En Hispania existen evidencias arqueológicas y epigráficas sobre la existencia de una veintena de espacios circenses, erigidos entre los siglos I y III d.C. y situados en su mayoría en las zonas más romanizadas: la Bética, el litoral mediterráneo y el valle del Ebro.
"No extraña que la mayoría de recintos se encuentren en las zonas más aculturadas de la península, si bien no se puede descartar que hubiera más tanto en estas mismas áreas como en el interior, principalmente en las capitales de los conventos jurídicos, a pesar de la dificultad que entraña su identificación", explica David Álvarez Jiménez, doctor en Historia por la UCM, en su obra Panem et circenses (Alianza). "En Hispania hubo una gran afición por el circo, como se infiere por el elevadísimo número de recintos conocidos y de inscripciones relacionadas que se han conservado, la buena fama que tenían los caballos hispanos de competición y el hecho de que esta provincia sea la cuna de algunos de los más importante aurigas de la Antigüedad", como el lusitano Cayo Apuleyo Diocles, vencedor de 1.462 carreras de las 4.257 en las que participó.
Aunque fueron más pequeños en tamaño que los circos de las grandes urbes como Roma, Constantinopla, Cartago o Alejandría, miles de hispanos de todas las comarcas y provincias disfrutaron con unos juegos circenses más baratos en localidades como Mérida —el recinto, el mejor conservado de la Península Ibérica, se construyó en las primeras décadas del siglo I d.C. y medía 403 metros de largo por 96,5 metros de largo, sin contar el graderío, con unas 30.000 plazas de capacidad— o Tarragona —erigido a finales de la misma centuria como parte del conjunto forense y que con unas dimensiones de 325x115 metros dio cabida a unos 23.000 espectadores—.
De finales del siglo I d.C. también es el circo de Toledo, cuyos restos se encuentran muy arrasados: tenía un eje mayor de aproximadamente 408 metros y otro transversal de 86 m. Desde el punto de vista arqueológico se conocen unos pocos vestigios de otros recintos similares de época altoimperial en Córdoba, amortizado de forma misteriosa en el último cuarto del siglo II, o Calahorra, habilitado para cerca de 10.000 personas.
Según explica Diego Romero Vera, profesor de la Universidad de Sevilla, en un estudio sobre los edificios de espectáculos en la Hispania romana, el momento de mayor popularidad de las carreras de carros tuvo lugar en el siglo II, bajo la dinastía antonina. En esta época se construyeron circos en localidades con relativa bonanza económica, una demografía pujante y vigor urbano como Lisboa, del que se han documentado un puñado de vestigios, Balsa (Luz de Tavira, Portugal), conocido a partir de fuentes epigráficas; Miróbriga (Santiago do Cacém), con un graderío hecho posiblemente de madera; Segóbriga (Cuenca), con una pista de 400 metros de longitud pero que nunca se llegó a terminar; Sagunto y Valencia.
Estas dos últimas poblaciones, separadas por 24 kilómetros, es probable que rivalizasen en el proyecto constructivo de gran calibre: si el de Valencia puso sus primeras piedras antes, el de Sagunto pudo tener unas dimensiones algo superiores. Otros indicios de circos hispanos se han identificado en Cástulo (Linares, Jaén), Singilia Barba (Antequera), Carteia (San Roque, Cádiz), Carmona (Sevilla), que alcanzaría los 290 metros de longitud aprovechándose de la orografía de la zona, aunque su documentación ha sido sido muy parcial y se desconoce la cronología; Consabura (Consuegra, Toledo), Laminium (Alhambra, Ciudad Real), cuyos restos se encuentran bajo una carretera; o Astigi (Écija), donde había una gran tradición por las carreras de carros como demuestra el hallazgo de una tablilla de maldición dirigida contra las facciones roja y azul.
Estos entretenimientos públicos eran financiados por los magistrados, los colegios sacerdotales y los ricos prohombres de las localidades con ocasión de acontecimientos particulares o festividades establecidas para agasajar al pueblo. Eran además un espacio de profunda significación social, como refleja, por ejemplo, la división de las grades entre los diversos órdenes sociales. Pero como los edificios de piedra eran excesivamente costosos, las carreras se organizaron en algunos lugares en recintos más temporales, como pistas de tierra o en circos dotados de graderíos de madera. Según los investigadores, la epigrafía atestigua la organización de ludi circenses en cuarenta localidades hispanas. ¿Se descubrirá alguno más?