Desde lo alto del púlpito del refectorio de los monjes del monasterio de Santa María de Huerta, en Soria, donde los miembros de la Orden Cisterciense se alimentaban en total silencio a base de una libra de pan, vino y frutas mientras un hermano leía pasajes escogidos de los textos sagrados, Antonio Pérez Henares empieza a recitar unos versos del Cantar de mio Cid. Al terminar, dice: "¿No es emocionante pensar que pudo ser aquí donde se leyó por primera vez el hecho fundacional de la literatura española?".
El llamativo atuendo de Chani, como le llama todo el mundo, contrasta con la sobriedad del antiguo comedor de los monjes medievales, un espacio de luz único de la arquitectura cisterciense con una bóveda sexpartita que se sostiene sobre los muros sin necesidad de columnas. Luce el escritor y periodista un sombrero de felpa y un anorak de color naranja algo ya carcomido —se lo dieron en 1998 durante un Camel Trophy a Tierra de Fuego—.
Y entre sus manos sostiene un ejemplar de su última novela, El juglar (Harper Collins), una vibrante ficción histórica en la que se sumerge en los pantanosos orígenes del Cantar de mio Cid. Precisamente en el refectorio de Santa María de Huerta, ante la atenta mirada del rey Alfonso VIII de Castilla, benefactor del convento, y de Pedro Manrique de Lara, II señor de Molina y gran impulsor de la epopeya medieval, su copia y difusión, sitúa Pérez Henares esa primera lectura del poema que fundió la biografía del Campeador con la leyenda.
No es una infundada licencia literaria del autor: está documentada una visita del monarca castellano al monasterio en 1199. Lo sorprendente es la conexión cidiana de ambos supuestos testigos: Alfonso VIII era tataranieto de Rodrigo Díaz de Vivar y Pedro Manrique estaba casado con Sancha Garcés, bisnieta —los restos de la pareja descansan hoy en día en un panteón situado en el hermoso claustro gótico del complejo—. Pero es imposible saber si aquel día, desde el mismo púlpito al que se asoma Pérez Henares, se recitó el Cantar. De hecho, no se sabe ni quién fue su autor: el primer ejemplar que se conoce está firmado por un misterioso Per Abbat, traducido como Pedro Abad o el abad Pedro, en mayo de 1207, un siglo después de la muerte del caballero.
Estos mimbres sirven al escritor para trazar una novela histórica en cierto modo detectivesca sobre la composición del Cantar, pero que en realidad es un homenaje a la figura de los juglares. "Eran quienes contaban y llevaban, eran los ojos y oídos que mejor podían contar el mundo medieval, y yo quería recrear una Edad Media llena de color, luz y música", confiesa. A través de tres generaciones de estos trovadores reconstruye Pérez Henares los inicios orales de la difusión del poema hasta su consolidación sobre tinta y papel. "Hay otra clave que me emociona: esos juglares son los que han puesto la piedra angular de la literatura española, de nuestra propia lengua", añade.
Siguiendo las propuestas de medievalistas como Ramón Menéndez Pidal y otros historiadores, el novelista coincide en que el creador primero del romance, a quien retrata como un juglar "cazurro" —los que se ganaban la vida recorriendo pueblos y mercados— fue natural de Medinaceli o de algún lugar del las tierras de la transierra castellana y las alcarrias: "Tengo la certeza de ello porque va detallando con precisión increíble los lugares por dónde va Rodrigo y también conoce muy bien cómo se desarrollaban los combates".
"El segundo juglar, que ya sabe leer y escribir y llega a castillos y cortes, me sirve para describir el mundo de la España cristiana", confiesa ahora Pérez Henares sentado en el medio de la sala de los conversos de Santa María de Huerta, un espacio del siglo XII con columnas románico-mudéjares y ménsulas en forma de modillones. Y para esa tercera camada escoge al enigmático Pedro Abad y lo ubica en el convento cisterciense —fue fundado en 1162— para servir de nexo entre la historia y la leyenda.
Un santo y un sarcófago
Rodrigo Díaz de Vivar solo tuvo un hijo, Diego, que murió en la batalla de Consuegra (1097). Sus dos hijas, que no se llamaban Sol y Elvira ni se casaron con unos ficticios infantes leoneses de Carrión, como se cuenta en el Cantar, fueron mucho más relevantes de lo se presenta en el poema. María contrajo matrimonio con el conde de Barcelona Ramón Berenguer III y Cristina con un infante navarro llamado Ramiro. Su hijo, García Ramírez, fue el artífice de restaurar la corona de Navarra. Su descendiente Sancho VII el Fuerte, uno de los tres reyes hispanos que combatieron en las Navas de Tolosa, era también tataranieto del Cid, como otro de los implicados en el excepcional enfrentamiento con los almohades, Alfonso VIII.
Este es un ingrediente importante que puede explicar por qué el Cantar alcanzó su cénit entre finales del siglo XI y principios del XII. "En ese momento Castilla había sufrido una derrota terrible en Alarcos (1195) y estaba deshecha, temblando. El ánimo se levantó juntando a dos grandes héroes castellanos: el Cid y Álvar Fáñez, los grandes adalides victoriosos contra los musulmanes, los héroes que necesitaba Alfonso VIII. No se sabe cuándo empezó a componerse el Cantar, pero se convierte en un canto de guerra, en un elemento político tremendo, para que Castilla se rearme moralmente", baraja Pérez Henares, que recuerda la función propagandística de los juglares en la Edad Media.
"Estoy convencido de que este monasterio es crucial", lanza el escritor, y se dirige hacia otra esquina del complejo para señalar una prueba más que sustenta sus hipótesis. A los pies de la iglesia, en el sotocoro, llama la atención un elaborado sarcófago de piedra: es el de Rodrigo Jiménez de Rada, el arzobispo de Toledo. Este personaje, impulsor de la cruzada en al-Ándalus contra los almohades y testigo de la victoria cristiana en las Navas de Tolosa, falleció en Lyon en 1247. Sus restos se han movido al retablo, donde descansan junto a los de su tío, san Martín de Finojosa, el primer abad del monasterio de Santa María de Huerta.
"¿Se quiso hacer enterrar Jiménez de Rada aquí por algo que se nos ha ocultado o por simple casualidad?", se pregunta Antonio Pérez Henares. "A mí me parece mucha casualidad. Yo no he descubierto nada, pero en este monasterio está todo".