Amanecía el 24 de septiembre de 1877 en las faldas de las colinas de Shiroyama y cuarenta samuráis sabían que iban a morir. El ejército imperial llevaba toda la noche sacudiendo sus posiciones con mortales proyectiles de artillería. Su líder Saigo Takamori, con fama de emotivo y sincero, estaba herido. Su muerte sigue siendo un misterio: la leyenda dice que uno de sus hombres le ayudó a realizar el seppuku, el suicidio ritual, y que luego todos sus hombres se abalanzaron sobre las bayonetas y los fusiles enemigos en una última carga suicida.
Para entender su historia es necesario retroceder en el tiempo. En 1639 comenzaba el periodo Sakoku, literalmente "el país en cadenas". La llegada de misioneros portugueses y españoles había mosqueado al shogun del clan Tokugawa que, temeroso de la influencia occidental, prohibió la nueva religión y cerró su nación al mundo.
Más de doscientos años después, el cerrojo japonés saltó por los aires. Una flotilla estadounidense al mando del comodoro Matthew Perry se presentó en la bahía de Tokio en 1853 obligando al imperio del Sol naciente a abrir sus puertos al comercio y la influencia extranjera. Los modernos fusiles, cañones y barcos de vapor impresionaron profundamente al archipiélago anclado en el feudalismo. Esta revolución mental, cultural y tecnológica sacudió a un Japón en el que cada vez había menos espacio para los samuráis.
La rebelión Satsuma
En un país que se modernizaba a saltos de gigante empujado por ferrocarriles, esta clase guerrera comenzó a perder privilegios. Los más conservadores reaccionaron de forma violenta, clamando al emperador que volviera a cerrar el país y expulsase a los "bárbaros". En un estado fragmentado en señoríos feudales, el emperador emprendió una campaña para modernizar y centralizar el poder.
Saigo Takamori sirvió en la corte durante años y dirigió sus ejércitos durante la guerra civil que sacudió el país entre 1868 y 1869. El samurái pronto quedó asqueado de la alta política y las intrigas palaciegas y en señal de protesta decidió abandonar Tokio y refugiarse en su feudo de Satsuma, en la prefectura de Kagoshima, isla de Kyushu. En esta zona comenzó a crear una serie de academias militares privadas acompañado de una hueste de samuráis descontentos.
Esta noticia inquietó a Tokio, que había empezado a publicar una serie de decretos y leyes que quitaban cada vez más poder a esta anacrónica élite guerrera. Uno de ellos atentaba contra su honor, ya que se prohibía exhibir armas en público, incluidas las katanas. Por si fuera poco, en este foco de descontentos se ubicaba un importante arsenal militar que se veía rodeado en territorio hostil.
En diciembre se envió una embarcación para recuperar estas armas, lo que terminó en un violento encontronazo. La última medida del gobierno central tampoco ayudó a calmar los ánimos: los pagos y subsidios que recibían los samuráis se habían cancelado. Estos eran la única fuente de ingresos después de que Tokio les prohibiera seguir recaudando impuestos en sus señoríos. Siguiendo unos estrictos códigos de conducta, trabajar como un plebeyo iba en contra de su dignidad. Preferían morir defendiendo sus privilegios.
Takamori sólo pretendía elevar una queja contra el emperador y decidió marchar a la capital acompañado de una poderosa hueste de miles de guerreros. Como es normal, la cosa pronto degeneró en una auténtica rebelión. Sin embargo, contrario a lo que muestra la película de El último samurai (2003), de Edward Zwick, sí que usaron algunas armas de fuego, al menos antes de que se quedasen sin munición.
Los últimos de Shiroyama
Su camino a Tokio fue cortado por un ejército que, compuesto por reclutas, no parecía demasiado aguerrido pero presentó una dura batalla. Durante todo el año se sucedieron las escaramuzas en torno a los castillos de Kumamoto y demás enclaves de la isla de Kyushu. Con unas fuerzas cada vez más mermadas, y ante la llegada de refuerzos imperiales, Saigo intentó regresar a su feudo para reaprovisionarse hasta que en septiembre de 1877 terminó rodeado por las fuerzas del mariscal Yamagata Aritomo. Por si fuera poco, varios barcos de vapor se sumaron al asedio y apuntaron sus cañones hacia las posiciones rebeldes.
Enclavados en las crestas de Shiroyama se enfrentaban a su aniquilación definitiva que terminaría simbolizando el triunfo definitivo de la modernidad sobre el Japón más conservador anclado a las tradiciones. El triunfo de las armas industriales frente a los códigos de honor del Bushido.
"Saigo contaba a duras penas con 3.000 hombres en sus posiciones defensivas en la cresta de Shiroyama. Tenían poca comida y munición y las medicinas se habían acabado", desarrolla el experto en historia japonesa y profesor en la Universidad de Texas en Austin, Mark Ravina, en su obra dedicada a la figura de Saigo.
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"Según la leyenda, el 23 de septiembre, Yamagata envió una carta a Saigo invitándole a abandonar su lucha. Ya había demostrado su valor, pero ya no había nada que ganar de seguir con los combates. Yamagata nunca usó la palabra "rendición" ni ofreció clemencia pero declaró que entendía las motivaciones de Saigo. Este no respondió y sobre las 3:55 de la mañana el ejército imperial comenzó su asalto final a Shiroyama", continúa Ravina.
El estruendo de la artillería sacudió las posiciones rebeldes. Descuartizados por las explosiones, cuando amanecía apenas quedaban cuarenta hombres en pie dispuestos a luchar hasta el final. La leyenda afirma que Saigo, herido de muerte, se levantó en medio del combate y se rasgó el vientre realizando el seppuku antes de ser decapitado por uno de sus lugartenientes que, para salvar su honor, escondió su cabeza en el campo de batalla.
Otra versión narra que un disparo lo dejó tendido en el suelo incapaz de moverse y que fue en ese momento cuando fue decapitado a toda prisa por sus hombres para evitarle la vergüenza de caer prisionero. Una vez muerto su líder y con todo perdido, sus hombres decidieron cargar colina abajo levantando sus katanas y sus lanzas, cargando con el peso de una tradición milenaria que se enfrentaba al pelotón de fusilamiento. Una serie de descargas de fusilería y el ensordecedor estampido de varios cañones acabaron con ellos. Los samuráis, que habían gobernado en el país desde el siglo XII, habían dejado de existir como grupo social.
Este último combate consiguió remover conciencias y sigue siendo muy admirado por Japón. Tanto es así que en 1889 Saigo Takamori recibió el indulto de manera póstuma y varias estatuas recuerdan su leyenda en el país del crisantemo y la espada.