Cuando Rivera era estudiante, sólo los debates universitarios le alejaban de la piscina y el waterpolo. En este partido de ida se le vio cómodo, en el agua. “Me he divertido”, confesó un tanto gamberro al salir. La prueba inequívoca de que esta parte de su trabajo -además de necesitarla para revertir el resultado que auguran las encuestas- le gusta.
Aprendida la lección de 2015, cuando se le vio cansado, bloqueó su agenda desde el viernes para aislarse de cara a la contienda. Fresco, preciso, sacó a Sánchez de sus casillas y logró hurtar la iniciativa a Casado en los puntos determinantes: indultos e impuestos.
En la barraca que preparó para el debate cupo casi de todo: prensa, gráficos, la tarjeta sanitaria única -banderón de España incluido, parecía una placa policial- y una fotografía enmarcada de Sánchez y Torra que colocó en su atril con la sonrisa de quien decora el salón poco después de estrenar piso.
Todo ese merchandising fue dirigido contra el presidente del Gobierno, con quien buscó una “confrontación directa”, tal y como avanzaron sus asesores. A Casado le tendió la mano, pero le guardó una coz. “Este es su milagro económico”, y le arrojó una foto de Rodrigo Rato.
El efectismo de Rivera exasperó a Sánchez, que no fue capaz de sonreír ni siquiera durante la presentación de sus propuestas; pero la audacia desbordó el vaso cuando colocó entre los papeles del presidente el titular de Iceta que abrió las puertas al indulto. Un gesto invasivo que, no obstante, enardeció a la parroquia naranja.
El candidato socialista no supo reaccionar y se limitó a esconder el regalo de Rivera. Ni siquiera se lo devolvió. Todavía se recuperaba de un par de crochés. “Usted nombró presidente de Correos a su jefe de gabinete. 200.000 euros de sueldo y no sabe pegar un sello”, “quiere indultar, lleva esa palabra en la frente”. Aunque la frase más redonda se la quitó Casado: “Sánchez, usted no da la talla de presidente”.
Rivera apenas dejó entrever los nervios que genera un debate en prime time. Quizá influyera el trabajo en la nave-plató que alquiló Ciudadanos para ensayar gestos ante las cámaras. La estrategia estuvo cocinada desde entonces: atizar a Sánchez y sólo dirigirse a Casado si no quedaba más remedio. “Baje del Falcon”, “es usted un utensilio de los nacionalistas”, “echarle es una emergencia nacional”…
Sánchez se repuso un par de veces. Primero puso el veto de Ciudadanos al PSOE en el espejo del no-veto a Vox. Luego le recriminó a Rivera no haber apoyado la moción de censura a Rajoy. A diferencia del presidente, él encajó los golpes lanzando zarpazos. Como se trataba de corrupción, repreguntó al socialista: “¿Dimitirá usted si el PSOE es condenado por los ERE de Andalucía?”.
Cuando llegó el minuto de oro, Rivera ya se sabía ganador. Y ahí llegó su peor momento. Precocinó una suerte de intervención teatral, un juego con el silencio. Pero quedó cursi, demasiado impostado. Trastabilló.
El detalle no empañó el conjunto. Poco después de apagarse los focos, el grueso de encuestas que los medios realizaron entre sus lectores le daban ganador. Pero la mejor prueba del triunfo fue la forma en que entonó el “¡vamos, Ciudadanos!” a su llegada a la sede del partido. Lo hizo con entusiasmo, sideralmente lejos de aquellas ganas fingidas con las que inauguró el cántico en Las Rozas.