Hace algunos años los nietos de Marie y Pierre Curie, la física nuclear Hélène Langevin-Joliot y el biofísico Pierre Joliot, visitaron Madrid invitados por el Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital 12 de Octubre. Ellos, además, son hijos de ese otro matrimonio de prodigios llamados Frédéric e Irène Joliot-Curie, los descubridores de la radiactividad artificial.
Debido a mi fascinación por esa familia de premios nobel que arrancaron más de un secreto a la naturaleza, me propuse conocerlos y así fue. Cual adolescente que persigue a un cantante de moda o instagrammer, me planté en todos los actos públicos en los que estuvieron hasta que logré confesarles que sus abuelos eran los culpables de que yo fuera científico y, como un bis, hacerles una pregunta: ¿la investigación que financia Europa está en la línea de lo que vuestros abuelos y padres entendían como ciencia?
La respuesta fue un rotundo NO.
En la España de hoy, cada vez que un político o gestor implementa una medida, intenta buscar un resquicio por donde colar la muletilla salvadora que reza: “… alineados con Europa”. Sin embargo, es el momento de cuestionarse si la política científica global, incluida la del viejo continente, está encaminada a mejorar la salud de lo que llamamos ciencia fundamental.
Pero, ¿qué es la ciencia fundamental?
La ciencia fundamental –llamada también básica o esencial– es la investigación que se lleva a cabo sin fines prácticos inmediatos. Su propósito es incrementar el conocimiento de los principios fundamentales de la naturaleza. Por el hecho de no arrojar beneficio socioeconómico inmediato, es muchas veces considerada como un ejercicio de curiosidad que, a priori, no debería ser financiado.
Es fácil hacer un listado, abultado y casi infinito, de momentos en nuestra vida diaria donde nos servimos de aplicaciones que, luego de un tiempo quizá dilatado, han tenido los resultados obtenidos por ese ejercicio de curiosidad que llamamos ciencia fundamental. Desde la apertura automática de las puertas hasta las imágenes de los escáneres son ejemplos del traslado de algo tan abstracto como la mecánica cuántica a la realidad cotidiana; pero de ello te hablaré después.
Volvamos a la respuesta de los nietos de Marie Curie.
Europa es, en demasiadas ocasiones, una especie de faro que nos guía en todo tipo de políticas. La llamada ciencia de excelencia tiene planteada sus objetivos desde las oficinas de Bruselas y la financiación se concede con arreglo a ellos.
Si el concepto de ciencia financiable en el espacio europeo no casa con las respuestas a preguntas esenciales, es probable que la verdadera ciencia básica poco a poco se vaya relegando a un plano secundario con todas las consecuencias que traería consigo.
Interpelada por este aspecto, la investigadora Ángeles Almeida, subdirectora científica del Instituto de Investigación Biomédica de Salamanca, me dice: "La política científica europea y, por tanto, de España está apostando por la ciencia aplicada, se intenta aprovechar todo el conocimiento generado en el pasado, aquello que aún no ha tenido aplicación. La pregunta fundamental está de capa caída".
Somos muchos los que pensamos que el mundo se está aprovechando de aquellos conceptos forjados por la curiosidad de los últimos años del siglo XX para convertirlos en aplicaciones deslumbrantes que nos ciegan, dejándonos huérfanos de saltos fundamentales.
De esto estuvimos hablando con P. David García, antiguo investigador del Instituto Niels Bohr de Copenhague y actual científico del CSIC. Con él voy instaurando la costumbre de quedar para “arreglar el mundo” desde la ciencia y en el último té me lanzaba una pregunta con cara de preocupación: “¿Es posible la ciencia verdaderamente disruptiva en el actual paradigma?”.
Sin concederme una tregua para responder, continuó: "La necesidad de resultados inmediatos, la financiación a muy corto plazo con proyectos de 3 o 4 años y la obsesión por la innovación hacen muy difícil la ciencia disruptiva, la pregunta fundamental".
Ciertamente, no me imagino hoy a un Niels Bohr del siglo XXI logrando que una cervecera le financie un centro de investigaciones dedicado a escudriñar el mundo inimaginable con cero beneficios socioeconómicos inmediatos. No te hablo de un imposible, en los albores del Instituto Niels Bohr, ese centro de física teórica fue costeado principalmente por la Carlsberg, sin ninguna promesa de grandes aplicaciones que mejorarían el proceso de producción de la conocida bebida.
Soy consciente de que aquello verdaderamente disruptivo, por ejemplo, la hipótesis de Planck o la relatividad general de Einstein, sería motivo de rechazos consecutivos en convocatorias de financiación en la Europa de hoy y, probablemente, hasta en Estados Unidos.
David vuelve a la carga con otra pregunta: "¿Sería posible hoy una actividad colectiva como el desarrollo de la mecánica cuántica?" Mi respuesta fue la misma que la dada por los Curie: NO. Existen demasiados incentivos perversos que nos alejan de lo disruptivo y es preocupante.
La mecánica cuántica se desarrolló con la colaboración de muchos curiosos, llamémosle científicos, que se cuestionaban la explicación del universo según las antiguas leyes físicas. En un momento único y con el soporte económico de filántropos como el industrial belga Ernest Solvay, sus privilegiadas mentes lograron abstraerse del ruido mundano y cambiar las bases de la ciencia que explica el universo.
¿Y para qué sirvió?
Además de para conocer mejor qué somos y dónde estamos, con el tiempo se desarrollaron el láser de los reproductores DVD, las células fotoeléctricas de las puertas automáticas, los transistores de nueva generación, la televisión digital, el microondas, los rayos X, los equipos de resonancias y un etcétera interesante de explorar.
En el campo de la biomedicina no vamos por senderos diferentes. A pesar de que Europa promueve iniciativas como los proyectos ERC (del inglés European Research Council) y otras convocatorias donde tienen cabida las preguntas encaminadas a las ciencias de la vida, la excelencia y, por tanto, el éxito y posterior financiación está marcada por una tendencia hacia la innovación, dejando a un lado las preguntas fundamentales, aquellas que provocan saltos reales en la concepción de mundo.
Buscando la experiencia de investigadores en otros países del entorno europeo, hablo vía WhatsApp con Pedro Escoll, científico del Pasteur interesado en entender los mecanismos de infección que quizá algún día tengan aplicación pero que, esencialmente, no busca la innovación y sí la respuesta a una pregunta fundamental de la biología.
Pedro me cuenta que en Francia se fomenta y se financia la investigación básica con varias convocatorias específicas, “aunque el soporte para ciencia aplicada es proporcional a la explosión de start-ups biotecnológicas en Francia, lo cual es una buena noticia, de momento no es a costa de la ciencia fundamental".
Y añade: "Sin embargo, a nivel de Europa queda poco espacio para los proyectos de ciencia básica, los ERC son quizá el último reducto, pero somos conscientes de que el grueso va a la ciencia aplicada".
Es decir, Francia intenta paliar el desbalance que va promoviéndose desde los despachos bruselenses. ¿Lo hacemos en España?
En nuestro país existen programas públicos de ciencia fundamental con financiación famélica y duración que no supera los 3 o 4 años. Es decir, es una solución residual. En otra cuerda, la iniciativa privada sólo quiere apoyar aquello que pudo aplicarse ayer. ¡Preguntas básicas, no gracias! Es la norma.
Por ahora seguimos cegándonos con el brillo de las geniales aplicaciones de la ciencia que se generó décadas atrás. Las vacunas de ARN que nos salvaron de sucumbir ante una pandemia son la aplicación de conceptos discutidos en los años 90, por sólo citar un ejemplo palmario de lo que te hablo.
¿Qué sucederá cuando se nos agoten los descubrimientos sin aplicación? Quizá estemos pensando en acudir a una inteligencia artificial para que rebusque en los archivos aquellos experimentos fundamentales aún olvidados, mas en algún momento se agotarán y llegará el desastre que menciono en el titular de esta columna.
Por cierto, hoy me han vuelto a rechazar la financiación de un proyecto para responder una pregunta fundamental. Mi laboratorio sigue alimentándose de la financiación dirigida la aplicación inmediata. No hay lugar para la queja, sigo haciendo ciencia. Sólo espero que algún día llegue el milagro y la filantropía vuelva a confiar en quienes sienten curiosidad. ¡Cerveceras del mundo, os estamos esperando!