Los adultos le ponen muchos apellidos a la infancia. Dicen que es una etapa de ingenuidad y de inocencia donde todo es felicidad, un espacio libre de preocupaciones.
La envuelven en palabras agradables, como se envuelve la porcelana en una mudanza, revistiendo la memoria con plástico de burbujas y guardándola ahí como una reliquia sagrada, aunque en realidad es un falso ídolo al que a veces le rezan para intentar redimir el pecado de haber crecido.
“Los adultos tienden a ver a los niños como si no fueran seres humanos, pero si hablas con ellos tienen emociones y miedos, tienen una vida como nosotros. Sin embargo, nos parece mucho menos importante lo que sienten, lo que sufren o lo que dicen”, comenta Lana Bastašić (Zabreb, Croacia, 1986), que acaba de publicar en España Dientes de leche (SextoPiso, 2022), un libro que contiene una docena de relatos autoconclusivos donde los niños, y su perspectiva, vertebran las historias.
La escritora deja de lado los lugares comunes, que idealizan la niñez, rodeándola de risas y colores pastel, para ahondar en algunos de esos temores y traumas que suelen ser incomprensibles para ellos e incomprendidos por los mayores.
“Los niños no pueden decidir nada, no tienen un lenguaje lo suficientemente complejo como para entender muchas de las cosas que ocurren a su alrededor. Sin embargo, sus sentimientos y sus sufrimientos tienen el mismo valor que los de los adultos”.
Los padres, dioses caídos
Una circunstancia ineludible de ser niño es que sobre ellos, supervisando todo lo que hacen, vigilando todo lo que dicen, y gestionando todas sus decisiones, están los padres, “una autoridad que nunca se cuestiona”. En Dientes de leche esa figura, que a veces es única y otras es dual, tiene una presencia implacable.
“Todos los relatos están escritos desde el punto de vista de los niños. Eso significa que yo no podía hacer de estos padres figuras literarias complejas, porque los niños que los miran solo ven a un padre o una madre, no a una persona entera”. Los padres son, por tanto, dos tótems con los que los niños crecen, de los que aprenden, a los que imitan, y de quienes cogen influencias.
“Cuando somos niños, todos pensamos que nuestros padres lo saben todo, que nos lo pueden explicar todo y que siempre tienen razón”. Hasta que llega un día en el que eso cambia, en el que “nos damos cuenta de que no es así, de que hay algo fuera de esa autoridad, fuera de esa verdad, y esos dioses de la infancia se caen”.
[Las señales que indican que una persona tiene un trauma infantil no resuelto]
En los cuentos, la influencia del padre especialmente destructora. En ellos está el padre violento, el exigente, el arrogante, el vicioso, el ausente. Está el padre que nunca está, el que está, pero es como si no estuviese, o el que regresa después de haber estado en la guerra. Por extensión –o en contraposición– se encuentra la madre, que en unas historias es condescendiente, en otras alcohólica, o sobreprotectora, o indiferente, y en otras solo se calla y obedece a la voluntad de su marido desde su rinconcito de sumisión.
En cierto modo somos nuestros padres, somos el producto de sus taras y sus traumas, nos educan dejándonos la huella de sus propios problemas y nos condenan a arrastrarlos con nosotros. Para Bastašić era importante “buscar ese momento en el que el comportamiento de unos padres se graba en la memoria de un niño”, y se pregunta hasta qué punto esas cosas negativas pueden salir a relucir en el futuro.
Los padres “son como sombras alargadas que se reflejan en los hijos”, expone la autora. Luego, “cada uno de los niños se puede convertir en un monstruo o puede rectificar esa conducta transmitida por los padres […] Para mí es importante saber ordenar estas experiencias y narrarlas, pero también saber dónde acaban los padres y donde empieza el yo, con tus decisiones y acciones propias”.
Matar a Dios es difícil. “Podemos dejar de ser nuestros padres, pero lo tenemos que trabajar muy duro porque es más fácil repetir el modelo. Aprendemos del modelo. Lo importante es corregir los aspectos de nuestros padres que no nos gustan [...] Por eso no puedo ver la infancia como una cosa bonita. No, los niños también pueden ser monstruos, también pueden hacer cosas malas".
Un país que dejó de serlo
La infancia de Bastašić no fue fácil, sobre todo por circunstancias ajenas a ella y a su familia. Nació en Croacia poco antes de la descomposición de Yugoslavia, y tras el ascenso al poder del ultranacionalista Franjo Tuđman “empezó la política de limpieza étnica. Mis padres, que son serbios, perdieron el trabajo y recibimos muchas amenazas”. Por eso, antes de la guerra emigraron a Bosnia, “donde vivían mis abuelos, a una zona que ahora pertenece a la República Serbia de Bosnia (Srpska)”.
Con 100.000 muertos y en torno a dos millones de desplazados, el enfrentamiento en Bosnia fue el más sangriento de las guerras balcánicas, aunque a la escritora el frente le quedaba lejos: “En esta parte no había mucho conflicto, pero sí vimos filas enormes de refugiados. Gente con caballos, niños, gente con toda su vida a cuestas, pasando y pasando. En ese momento mi abuela también empezó a usar otro nombre, uno que no sonara musulmán”.
Las bombas agujerearon a varias generaciones. “Hay cosas que compartimos muchos niños en los Balcanes y que me inspiraron para crear a los niños del libro. Mucha gente de allí lo ha leído y me ha dicho: ‘este es mi padre’, o ‘esta es mi madre’. La generación de nuestros padres está traumatizada, lo perdió todo. Todos compartimos padres traumatizados de alguna manera”.
Ese impacto emocional también marcó a los más jóvenes: “Todos perdimos la infancia muy pronto, porque vimos y oímos cosas que un niño no debería ver ni oír [...] Todo eso era un punto de contacto con la realidad, cuando veías familias que emigraban, que se cambiaban de apellido, o gente de tu ciudad que desaparecía”.
La guerra lo cambió todo. De repente, una única Federación se convirtió en seis países distintos. La convivencia y la unidad, pilares ideológicos básicos durante el régimen de Tito, se desmoronaron tan rápido como los tanques comenzaron a desfilar por las carreteras. Entonces “empezó a ser importante de dónde eres. Mi abuela es bosnia musulmana y mi abuelo serbio ortodoxo. Esa mezcla era normal en Yugoslavia”, pero después se tenía en cuenta la etnia y la religión, y la gente fue clasificada en categorías, “como ovejas”.
Transformación de la sociedad
Todo eso provocó que la identidad nacional se volviera un asunto complejo. La autora aclara que tiene tres nacionalidades (croata, serbia y bosnia), “pero lo primero que te diría es que soy Bosnia, porque allí pasé 20 años de mi vida. Mi familia es serbia, pero lo que me explica como persona es el lugar en el que crecí”.
Bastašić confiesa no tener ningún tipo de nostalgia por Yugoslavia. Sin embargo, de aquel país desaparecido echa de menos la idea de “ese momento antifascista, feminista y la unidad e igualdad de todas las naciones [...] Había muchas mujeres partisanas, existía el Frente Antifascista de Mujeres de Yugoslavia, pero tras la caída todo lo que mi abuela y las mujeres de entonces construyeron se perdió, y con la guerra se recuperaron mitos patriarcales: las mujeres vuelven a la cocina, no van a la guerra, no ocupan posiciones de poder”.
Ella misma comenta que creció “en una sociedad muy paternalista, donde si eres niña te dicen que no hables mucho, no opines ni hagas ruido; tu trabajo es arreglarte y casarte [...] Yo, por ejemplo, no conocía ninguna escritora, en el colegio solo hablábamos de escritores. No me imaginaba que un día podría llegar a escribir porque no tenía ningún referente”.
Desde su punto de vista, el colapso de la Federación acarreó la involución de la sociedad “en muchos aspectos. Veo la vida de mis abuelas, y después la vida de mi madre, y me parece que hay un retroceso. En Yugoslavia mis abuelas eran mucho más libres, una de ellas incluso se divorció en los años 50. Cuando mi madre se divorció fue un tabú, una mujer divorciada estaba como maldita a ojos de la sociedad”.
Insiste en esa idea de la libertad truncada por la división, en que gente como sus abuelos “tenían una vida digna y la perdieron con la guerra. Luego, la generación de mis padres sufrió mucho la caída de los mitos con los que había crecido”, y con más de 30 años les tocó construir una nueva idea de país, definir cómo debería ser la vida a partir de entonces, qué hacer y en qué creer.
“Toda la región entró en una parálisis generalizada, la sociedad no creció. Siempre digo que los países de los Balcanes necesitan una figura paterna, que se quedaron en una especie de adolescencia donde, por una parte, perdieron la inocencia de repente, y por otra, parece que nunca han madurado”.
Queda claro que creces es muy difícil, también para las sociedades. Crecer es dar un paso para entrar de golpe en lo desconocido, en el caso de los niños, en un mundo hostil donde se finge y se miente, donde hay máscaras y todo es un gran teatro. Sin que nadie avise, el juego sube de nivel y la vida adulta llega por sorpresa, arrolladora como un corrimiento de tierra, la avalancha de piedras de la madurez. Y entonces la infancia, mala o buena, queda sepultada debajo para siempre.