De las polémicas más fructíferas de los últimos tiempos, esa de prohibir que los niños y las niñas usen los móviles en clase me parece la más sensata. Esa y comprobar, además, que frente a la habitual polarización reinante, la sociedad, así en líneas generales, se ha puesto de acuerdo. Eso sí, quitándose el problemita de encima como si la patata caliente no estuviera alojada en el propio tejado de cada casa, lanzada como es habitual a otros, trasladando así responsabilidades.
Móviles en los colegios no. Igual llegamos tarde. Pero, en efecto, lo nocivo es notorio. Aunque ya digo, igual llegamos tarde a educación en pantallas. Porque demos un pequeño paseo por nuestras vidas, las nuestras y las de los amigos, las primas, los cuñados y cuñadas, la vecindad… para descubrir lo obvio, y es que hemos normalizado una infancia a una pantalla pegada y no precisamente de manera educativa.
Niños en el carrito, viendo dibujos animados. Niñas en el coche de papá nos iremos a pasear con pantallas colgadas en los asientos traseros. Niñas y niños callados, relativamente, en los restaurantes dejando tranquilos a sus papás que por fin mientras comen les permiten youtubear en sus móviles. Menores, muy menores, recibiendo teléfonos como regalos, eso sí de primera comunión…
Y claro que debe estar prohibido el teléfono en clase. La realidad es que no entiendo que hayamos llegado hasta aquí y que la medida no se haya tomado antes. Los niños y las niñas no tienen por qué llevar móviles al cole, salvo esos casos que el sentido común dicte necesarios.
Me resulta tan de perogullo que he aplaudido con las orejas al entender que la racionalidad se impondría, con la propuesta del Ministerio de Educación de regular el uso de los smartphones en los centros escolares. Eso sí, una vez que lo poseen, mejor aplicar aquello de que la educación empieza en familia. Es más, apliquemos que la educación y la formación no son lo mismo, y ya sabemos dónde debería impartirse una y otra.
Lo que no imaginaba es que ese debate que no solo atañe a nuestro país podría convertirse en una cacerolada antitecnología. Como si pudiéramos volver al siglo XX; como si se nos hubiera olvidado la normalidad cotidiana, el interés y la necesidad digital cercanos ya a habernos comido un cuarto del siglo XXI.
Vivimos gran parte de nuestro día a día con, para, en, desde, por… la tecnología. Hagamos un mapa de nuestras jornadas si deseamos descubrir cuán cerca o lejos estamos de ella en nuestros actos personales, familiares, sociales, laborales. Comprobemos admirados las intuitivas actitudes infantiles ante las pantallas.
Por tanto, una cosa es regular o negar el móvil en el aula y otra muy diferente negar o poner en duda el interés de la tecnología en la misma, como si el colegio pudiera convertirse en un divergente islote social. Los centros educativos son ni más ni menos que semilleros de sociedad y espejos de la misma. Y la tecnología es hoy gran aliada en el desarrollo de nuestra actividad y vida, cualquiera que sea.
Hoy, gracias a la inteligencia artificial (IA), en aquellos lugares en los que se usa la tecnología como parte o todo fundamental de los soportes formativos resulta más aplicable la personalización de la educación. Y mucho más sencilla la adaptación curricular en función de los conocimientos y la madurez cognitiva del alumnado. Y desde luego más objetiva y medible la evaluación. Se puede hacer y se hace.
De hecho, conozco desde hace años la metodología Snappet aplicada en cientos de colegios españoles y es asombrosa su manera de integrar al alumnado en función de sus posibilidades y evolución. Quienes lo usan, y me lo corrobora su directora en España, Marta Cervera, saben que “gracias a la utilización de inteligencia artificial los libros se van adaptando al nivel de su usuario o usuaria”. Y además, asegura, “desde nuestras herramientas no puede accederse a otras aplicaciones salvo que el profesor lo requiera”.
No sé si es la fe la que mueve montañas. Pero es innegable que el miedo inmoviliza a las personas y a las sociedades movilizando las peores pesadillas. Y el tema del uso infantil de los móviles no es para temer, sí para conocer y prevenir sus posibles consecuencias negativas. Por ejemplo, el acceso a contenidos inadecuados a ciertas edades.
Sin ir más lejos, se ha alertado del creciente acceso a la pornografía por parte de los y las menores de edad. Y eso, lo siento, no ocurre en los colegios, o no solo, sino en aquellos lugares donde se usan, también en casa. Podemos esconder la cabeza bajo el ala. Pero no conduce a ninguna solución.
Esconderla sería también negar las soluciones de la tecnología aplicada a la escuela. Es decir, negar la evidencia. Marta Cervera que lleva implementándola desde el comienzo de este siglo y que hoy es directora de Snappet pero antes fue maestra pone dos ejemplos que podrían ser dos perfectas referencias para quienes movidos por la corriente del “no móvil” en clase sientan la tentación de convertirse también en negacionistas tecnos.
En el primer ejemplo, salimos de España para ir a Corea del Sur, uno de los países mejor valorados en educación, según los últimos informes PISA. Allí se introducirá la inteligencia artificial en los libros de texto a partir de 2025, con la idea de implementar el plan año a año incorporando las diferentes asignaturas y cursos. Son conscientes de que se trata de una manera de mejorar el sistema educativo individualizado en función de niveles de conocimiento y evolución.
En el segundo, volvemos a nuestro país, en concreto a la ciudad de León, donde el colegio Gumersindo Azcárate ha sido honrado con un premio Princesa de Girona por su metodología de enseñanza, donde se incluye la Tecnología con Propósito.
La directora de Snappet se precia de que en el colegio trabajan con su plataforma digital, pero lo realmente trascendente es el reconocimiento del premio, precisamente por “la singularidad en el uso humanístico de la tecnología y su apuesta por la convivencia diversa enfocada a impactar positivamente en su entorno”. Eso y no el miedo propulsa el cambio.