Cuando Erasmo de Róterdam escribió su Elogio de la Locura, cuyo título original realmente debería ser traducido como Elogio de la Estulticia —es decir, de la Tontería—, tuvo como propósito hacer una exposición culta sobre esa tendencia humana a ignorar lo que sabemos, o podríamos saber, con el cimero propósito de vivir mejor.
Mucho después seguimos sin avanzar demasiado en este tema y mantenemos la misma predisposición a pasar por alto datos e información que nos pueden hacer sufrir de alguna manera. Incluso aún en estos años de información y tecnología rechazamos, con vehemencia, aquel conocimiento que nos puede llevar a un conflicto interno.
Al escribir esta columna recuerdo una larga conversación mantenida hace algunos años con un reconocido economista cuyo nombre no desvelaré. Corría el tórrido verano de 2012, yo estaba de estancia sabática en Londres y allí conocí a esta persona culta e interesante que, de primeras, se cuestionaba todo.
En uno de nuestros encuentros debatimos sobre varios temas teniendo como base el cuestionamiento primero de cualquier premisa, de esas que a priori parecen inamovibles. La discusión, con tintes anglosajones, nos llevaba a buscar datos y conceptos que reconfiguraban cuestiones supuestamente muy asentadas.
Conociendo sus creencias religiosas y luego de un intenso debate en el que logró hacerme cambiar de parecer sobre un tema —digamos que primario—, saqué a colación la existencia de un ente rector y su necesidad para explicar el universo. Mi incipiente amigo se echó hacia atrás, cruzó los brazos y dijo: "Hay cosas que no son necesarias debatir, me funcionan y con eso basta".
Sin entrar en la necesidad o no de cuestionarse la existencia de un Dios, o varios, fue curioso ver como una persona que tiende al raciocinio, precisando entender cada uno de los aspectos de la naturaleza y la sociedad, rechazara de pleno un análisis sobre un tema tan jugoso.
¿Por qué a veces elegimos la ignorancia?
Según varios estudios que se vienen publicando en revistas científicas sobre cuándo y por qué las personas decidimos buscar el conocimiento o, por el contrario, permanecer indoctos, los investigadores sugieren que por lo general nos planteamos tres preguntas concretas: ¿Es útil la información? ¿Cómo me hará sentir estos datos? ¿Coincide con mi visión del mundo?
Curiosamente, en una cohorte de personas que habían sido dianas de los rigores de la policía secreta en la Alemania comunista (antigua RDA) y sobre las que existían informes exhaustivos de sus movimientos, al caer el régimen optaron por no usar su derecho de leer esos expedientes. Olvidarlo fue la opción más popular entre ellos, en otras palabras, saber era más perjudicial que mantenerse al margen.
Algo parecido ocurre con la de las personas que deciden no someterse a pruebas genéticas para enfermedades aún incurables. En ambos casos se concluye que hay situaciones en las que las personas intuyen que enterarse de 'algo' los llevará por un camino que prefieren no recorrer. Una especie de higiene mental perfectamente entendible.
Sin embargo, en muchas ocasiones el conocimiento es necesario. De hecho, los especialistas de este tema focalizan sus proyectos en estudiar lo que denominan: ignorancia deliberada. El objetivo debe apuntar a aquellas situaciones en las que la ignorancia representa una mala elección y no tanto una opción clasificable como digna.
El caso de mi amigo economista está sobre la delgada línea que divide una mala elección de una digna. La opción de no aplicar la lógica, el razonamiento y el método científico a cuestionarse sus credos religiosos, le evita un conflicto interno que, en términos generales no va causar estragos en su derredor; quede constancia que no estoy muy convencido de ello.
Sin embargo, en muchas ocasiones cuando las personas evitan activamente la información que podría entrar en conflicto con su visión del mundo, pueden crear peligrosas cámaras de resonancia. Aquí va un ejemplo: si alguien es escéptico ante el cambio climático, es muy probable que no busque información indicativa de su palmaria existencia; esa ignorancia deliberada pone en peligro a todo el planeta.
Otro caso curioso que recurrentemente se cita en los trabajos científicos sobre este tema es el hecho de que entre un 10-12% de las personas que se hacen un test de VIH no recogen sus resultados. En este caso optan por el desconocimiento de su estatus, mas también ponen sus parejas en peligro de contagiarse.
Cabe entonces preguntarse qué debemos hacer: ¿vivir teniendo pleno conocimiento de lo que ocurre o existir dejándonos arrastrar por la marea hasta que, definitivamente, nos ahoguemos? El propio planteamiento hace perspicua mi opción: ya que disponemos de los medios mejor ser conscientes de toda la información.
De cualquier manera, en esta era donde la saturación de datos, opiniones que parecen hechos y acciones que no se sustentan con fundamentos, es difícil mantener un nivel de información coherente y descontaminado.
El gran ejemplo lo vivimos durante la pandemia de la COVID-19, cuyos coletazos aún sufrimos. Una gran mayoría buscó aquella información que más se acercaba a su concepción: el alarmista ponderaba los datos más trágicos, el negacionista abrazaba aquello que podía indicar la no existencia del virus —aunque tuviera cimientos líquidos— y, más bien pocos, se centraban en la realidad circundante.
Pero tendremos más, ahora por España andamos en período electoral. ¿Qué tipo información buscas de cada partido? ¿Cuál dato obvias y cuál ponderas? Tus respuestas te darán pistas sobre a quién quieres votar, es decir, que prefieres ignorar para no contradecir la ideología que profesas.
Por cierto, ¿algún partido ha propuesto desarrollar al máximo la ciencia?