El drama de los 30.000 niños soldado en RDC, de las armas a los abusos en las minas de coltán: "No teníamos perdón"
La intensificación de las hostilidades entre los grupos paramilitares y el Ejército ha aumentado los casos de alistamiento de menores al este del país.
12 febrero, 2024 01:08Una mañana, Rachel estaba en casa, preparándose para ir al colegio, cuando la violencia del conflicto interétnico encallado desde hace años en la República Democrática del Congo (RDC) le arrebató su infancia. "Estábamos esperando a papá y mamá, pero no llegaban", relata. Cuando salió de casa, en busca de su familia, se encontró con una milicia rebelde que había capturado a su hermano y decidió huir, sin saber hacia dónde: "Me encontré sola, así que me uní a un grupo armado bantú".
Su papel en la formación era "bañar a los combatientes con una poción mágica". Con esas palabras, esta adolescente que hoy está a punto de cumplir la mayoría de edad cuenta a Unicef que fue niña soldado en el país que acumula más menores en esta situación del mundo. De aquella época no recuerda muñecos, ni corros en el recreo, ni color. "A menudo nos encontrábamos matando a gente y nos costaba mucho encontrar comida. Además, en el grupo armado no teníamos perdón", lamenta.
Según estimaciones recientes, en RDC hay más de 30.000 niños incorporados en grupos armados. Se trata de una cifra que ha ido acumulándose como resultado de un conflicto especialmente recrudecido en las regiones del este. Como Tanganica, donde Unicef lidera un programa escolar dirigido a niños desplazados. La provincia lleva años sumida en una espiral de desplazamientos y violaciones de derechos humanos —solo en 2017 ACNUR documentó más de 12.000 casos allí y en la zona de Pweto, en Alto Katanga—.
En medio de la barbarie, los niños son los que más sufren. Abusos, desnutrición, enfermedades y trabajo infantil son solo algunas de las vulnerabilidades que les convierten en el blanco perfecto de los señores de la guerra. Aunque el acuerdo de paz del 2003 sirvió para desmovilizar a más de 18.000 menores, los reclutamientos siguen produciéndose y en 2023 alcanzaron niveles "sin precedentes", denunció en septiembre el jefe del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), Grant Leaity.
Para ilustrar la emergencia que se vive en el país africano, "el peor del mundo para ser niño", este relató en una rueda de prensa la historia de dos mellizas de unos meses de edad que fueron descubiertas atadas a un cinturón de explosivos en la provincia de Kivu del Norte. Miembros de la milicia Fuerzas Democráticas Aliadas habían utilizado sus pequeños cuerpos prácticamente inmóviles como trampa contra las fuerzas de seguridad, después de matar a su familia.
De empuñar armas a la mina
Más allá de que los grupos puedan o no buscar a menores con edades o características físicas que les hagan más aptos para la lucha, en realidad todos son susceptibles de convertirse en víctimas. A veces llegan hasta los rebeldes huyendo de la pobreza, del hambre y de la falta de oportunidades educativas o profesionales. Muchos no han conocido algo distinto a la violencia, por lo que la idea de acabar alistándose en una milicia puede llegar a sonar normal para ellos.
Sin embargo, cierto es que la mayoría no se alista de forma voluntaria; son secuestrados, a menudo después de haber arrasado sus aldeas, y se les expone a un ambiente de violencia brutal que deja en ellos graves secuelas: "Muchos se encuentran en un estado de enajenación mental que no les permite huir, cuestionar lo que pasa ni hacer nada al respecto", explica Ramatou Touré, jefa de Protección Infantil de Unicef en RDC, a ENCLAVE ODS.
Aprovechándose de su inocencia y fragilidad, las milicias los utilizan como soldados, porteadores, espías o esclavos. En el caso de las mujeres y chicas jóvenes, destaca Touré, también se dedican a las actividades domésticas y "muchas se convierten en esposas de los comandantes", lo que las expone constantemente al abuso y a los posteriores embarazos no deseados.
También están los niños que trabajan en las minas de coltán, un mineral compuesto imprescindible para la fabricación de smartphones y tablets cuya mayor reserva del mundo se encuentra precisamente en el Congo. La extracción de este recurso tan codiciado por los gigantes tecnológicos produce un luctuoso baño de sangre en el país africano. Entre otras razones, porque muchos grupos armados se financian con la extracción ilegal para comprar armas.
Ya en 2018, cuando aún no se hablaba tanto de los denominados minerales de sangre, Unicef denunciaba que en RDC había más de 40.0000 menores trabajando en minas. Las condiciones en ellas son deplorables: se exponen a jornadas de más de 12 horas de trabajo y son forzados a pasar por zonas de difícil acceso a las que solo ellos pueden llegar por su aniñada complexión, exponiéndose a la muerte para que el resto del mundo pueda conectarse.
Una nueva oportunidad
Los niños soldado permanecen en los grupos armados por miedo a las represalias que puedan sufrir, ellos o sus propias familias, si escapan. Además, es difícil localizarlos porque "los grupos se mueven", y puede ocurrir que un niño que ha sido reclutado en un punto del país "aparezca en otro muy lejos", explica Touré. En los casos en los que los niños logran huir, las organizaciones de ayuda humanitaria despliegan un complejo protocolo de reintegración que empieza con la desmovilización y el desarme.
En esta fase se establecen diálogos con los grupos armados para que liberen a los niños, quienes a su vez deben "dar las armas que portan a las agencias" para que puedan retirarlas de la población civil. Los menores son dirigidos a centros de tránsito en los que reciben asistencia médica, jurídica y psicosocial. Las consecuencias que tiene la exposición directa a la violencia en ellos son múltiples, y las organizaciones deben tratarlas de inmediato para que estas no acarreen problemas más graves a largo plazo.
Las secuelas físicas, con el adecuado tratamiento y si no son demasiado graves, no tienen por qué ser un impedimento a que el niño se recupere. El problema está en las consecuencias psicológicas, que "duran mucho más tiempo". La salud mental de los menores está gravemente deteriorada, no solo en el caso de los niños soldado, sino "también en la de aquellos que se han visto obligados a huir" de sus hogares para ponerse a salvo, recuerda Touré.
A modo de contexto, RDC tiene un récord de desplazamientos internos —6.3 millones de personas, principalmente en las provincias de Ituri, Kivu Norte y Kivu Sur, según ACNUR—. Esto se suma a que el país acoge a 522.260 refugiados y solicitantes de asilo de la República Centroafricana, Ruanda, Sudán del Sur y Burundi, y a que el pasado diciembre —coincidiendo con las elecciones— se reanudaron las hostilidades en las regiones orientales en la que ya es considerada una de las peores crisis humanitarias del siglo XXI.
Los niños se enfrentan a esta postal de violencia y desolación desde el momento en que nacen. Por eso, en los programas de reintegración no hay un proceso igual. Algunos menores "pueden estar preparados en tres meses y otros necesitar 18". El apoyo se hace de manera integral y, mientras ellos son atendidos, Unicef trata de localizar a sus familias o encontrar hogares de acogida en los que puedan volver a recibir el cariño que necesitan.
La última fase, y quizá una de las más difíciles, es la del regreso a la comunidad. Con frecuencia, los niños son rechazados al volver a sus aldeas. Muchos de los vecinos han sufrido en sus propias carnes la violencia que estos menores tuvieron que aprender a practicar. No quieren que sus hijos compartan clase con ellos y las familias se ven obligadas a aislarlos socialmente. El estigma es aún mayor con las chicas: muchas regresan con hijos y deben limpiar sus nombres renegando de sus maridos.
Por esto mismo, una de las labores de Unicef y las organizaciones desplegadas en el territorio es hacer comprender a las comunidades que un niño, aunque haya formado parte de un grupo armado, también es una víctima. Rachel, exniña soldado que ahora sueña con convertirse en médico para seguir ayudando a su pueblo, reconoce la suerte que tuvo de huir del infierno de la violencia y recuperar su vida gracias a la ayuda de la entidad.
"En mi vida anterior sufrí mucho, pero ahora que estoy en la escuela me siento libre, juego con mis amigos y si un amigo me hace daño sé cómo perdonarle. Solo cuando dejé el grupo armado y empecé a ir a la escuela vi la importancia de la educación. El lugar de un niño o niña no está en los grupos armados, sino en el pupitre", reflexiona la congoleña.