Sangre y fe en Toledo
En alguna ocasión he leído que el árbol genealógico también se poda. Y se puede ejercer su podadura, no solo para extirpar ramas dolientes, sino también para hacer crecer aquellas que cobijan de los fríos de la soledad.
No se quiere igual hasta que no te posicionas en el lugar del otro y entiendes cuán bien te quiso. Nunca quise más a mi madre que cuando yo lo fui. Pero es que tampoco se quiere igual si no te han enseñado a querer, y a querer bien.
En muchas ocasiones a lo largo de la vida, he visto familias donde existen familiares digamos, hirientes, bien de palabra o de acto. Y siempre he admirado cuando se ha optado por no sesgar la relación, tampoco se ha obviado, pero sí se ha identificado dónde radica su ira o su dolor, allanando el camino. Familias que han luchado porque ninguna rama se tronche. Al igual que he podido ver cómo hay circunstancias que, en apariencia, alejan ramas fundamentales, pero solo en apariencia, y que, entablilladas, volvían a dar sombra. Porque, aunque como dicen, la familia no la elegimos, tampoco la abandonamos tan alegremente; somos parte irrefutable de ese pequeño mundo de cada cual.
Esta introducción viene al caso para dar valor a lo que para mí es un ejemplo de familia hecha de sangre y fe. Para ello, les voy a contar una historia.
Había una vez, en Toledo, seis hermanas, cada una de ellas con su donaire y don de gentes; unas más altas, otras más rubias. La cuestión es que las seis, tan distintas, podían ser capaces de mimetizarse en una cuando las circunstancias lo precisaban, es decir, cuando la vida sacaba sus garras.
Las risas, el campo, la familia forjada en encuentros casi diarios hicieron que durante toda su vida el peso de la estirpe tejiera lazos irrompibles. Claro que podían darse sus más y sus menos, pero, aunque pudieran tener sus diferencias, la sangre las unía, y de qué manera.
Un día, como en muchas familias, la enfermedad llama a la puerta de la más pequeña, y esa alhaja (preciosa palabra muy usada en estos lares) se vio sentenciada a muerte. La noticia, heladora y profundamente dolorosa, fue aceptada por las seis y sobre todo por la pequeña, con un valor y un amor agradecido a la vida fuera de lo común. En ese momento, las seis se unieron formando una sola. Luchando por encontrar no se sabe bien si la cura o la fuerza para vivir lo que en el horizonte el destino dibujaba.
Y es a partir de ese momento de la historia donde la sangre ya no es suficiente, donde el amor entre ellas ya no otorga vida, donde la vida deja de tener sentido. Salvo para ellas. Las seis eran poseedoras de un don y tenían entre sus manos el mayor tesoro que una familia comparte en momentos tan inesperados como difíciles. Tenían su sangre latiendo al son de la fe.
Y así, la más pequeña, la que nunca se imaginó que sería la primera en hacer el último viaje, se marchó en silencio, sosegada, amada, cuidada, amparada y con una sonrisa que solo cobra sentido cuando se tiene fe.
Así podría acabar esta historia, pero aún hay más. Las cinco hermanas restantes, que podían, plañideras, despedir a su alhaja, se vistieron para recibir a todos los familiares, amigos y compañeros, que fueron muchos, con una paz y una sonrisa rellena de amor fuera de lo normal. En lugar de ser sostenidas, ellas sostuvieron a quienes querían abrazarlas en un consuelo que ellas llevaban puesto de serie.
En historias de vida, reales como esta, puedes ver que existen familias donde la sangre y la fe se entremezclan siendo la savia de un árbol fuerte, erguido y frondoso que, con raíces increíbles, hacen que sus ramas toquen casi el cielo.
Cuando los años y la vida te han enseñado que no todo es de color de rosa y que nada es para siempre, ves lo afortunadas que son las personas premiadas con el amor, ese amor que sobrepasa generaciones y que es bendecido con el amor absoluto.