Te fío
Manida palabreja que tantos quebraderos provoca a empresas, políticos, economías y al puñado de mortales que convivimos en cualquier lugar del mundo con nuestros iguales. Porque la confianza es el ingrediente mágico en cualquier relación comercial, laboral, personal o familiar que se precie.
Pero ¿qué es la confianza? No cabe duda de que es un sentimiento —en este caso de seguridad—, pero también es ilusión, esperanza o presunción que se deposita en las personas, en cosas o en situaciones por la que creemos que no nos van a defraudar o engañar. Es ese punto más de credibilidad que imprime carácter. Y a primera vista, no es otorgada.
Qué bonito, ¿verdad? En cada comienzo siempre hay una posibilidad de que, con el tiempo, lleguemos a confiar o confíen en nosotros.
Lo cuestionable es si la confianza se entrega solo para un ratito, un día, un largo período de tiempo o para siempre. Está meridianamente claro que, cuando se trata de la confianza que deseamos depositen en nosotros, deseamos que sea otorgada en tiempo récord porque nosotros somos «de fiar». Pero cuando la misma es para el resto del universo formado por la sociedad en todos sus campos y las personas que la componen, eso es harina de otro costal. Aunque hay muchas situaciones en las que nos gustaría, ¡oh sí!, entregar la confianza para siempre y de inmediato.
Sin embargo, la confianza no se entrega ni se regala, la confianza se gana. Nada más y nada menos. Luego depende de cada uno gozar de la misma y ahí está el reto diario. Para eso, nada mejor que un buen marketing que transmute nuestros sentimientos y nos haga liarnos la manta a la cabeza de inmediato para decir «esta marca me da confianza», «este modelo es el mejor» o «esta empresa es la más segura y fiable».
Hace años, comprar un producto o un servicio de determinadas marcas era poco más que apostar por lo mejor, lo de mayor calidad. Y no negaremos que desearíamos contar con esa confianza para siempre: en las compañías de servicios, en los productos que consumimos, en aquellas empresas con las que todo el mundo, en menor o mayor medida, ha tenido conocimiento de alguien cercano que ha discutido con el contestador u operador que nunca lleva a ningún puerto.
Hasta aquí la confianza es medible en consumo, en el boca a boca que ensalza o entierra. ¿Y qué me dicen de la confianza entre los padres, hijos, hermanos, amigos y amores que componen la tela de araña de nuestras vidas? ¿Y en nosotros mismos?
La palabra «confianza» viene del verbo «confiar». La raíz -fi-, del verbo fiar, del latín fidere y este, de fides (lealtad, fe y confianza). Es precioso analizar el vocablo que viene a ser algo así como «te fío»; te adelanto un valor y una lealtad que te has ganado por el mero hecho de ser tú. Y eso provoca que, aunque me falles por imponderables externos o propios, esa confianza te librará de un juicio mayor, excusará en parte lo ejecutado y aliviará las consecuencias, por muy graves que sean.
Y esto me da pie al manoseado dicho de que «la confianza da asco» y algunos añaden «y duele cuando es rota». ¿Y cuándo da asco? Cuando abusamos de ella, cuando la hurgamos y maquillamos con falsas expectativas o cuando se trata de nosotros y nos engañamos vilmente.
Como todo en la vida, lo que abunda, si es bueno, no daña, pero si el respeto se pierde, al final terminamos censurando, criticando o hundiéndonos en la miseria si de uno mismo se trata.
Así que para que confíen de verdad y con fe, y confiemos con igual identidad nosotros, siempre habrá de darse un mucho de integridad y coherencia en la vida, un bastante de valores consolidados y básicos, y una ingente cantidad de actos que reafirmen que todo eso es verdad y constatable.
La receta es sencilla, ahora toca mirarse al espejo y ver hasta qué punto exigimos esos ingredientes a los demás y de qué manera nos los aplicamos a nosotros mismos.
Me encanta esta frase de Friedrich Nietzsche: «No me molesta que me hayas mentido, me molesta que a partir de ahora no pueda creerte», rasero que es igual para todos y cada uno de los mortales.