¡Es la natalidad, estúpidos!
Antes de comenzar, no quiero que nadie se sienta ofendido por el título del artículo, pues simplemente estoy empleando un recurso estilístico que ha sido muy utilizado desde que, durante la campaña electoral de Bill Clinton en 1992 contra George Bush (padre), el primero le espetó al segundo “the economy, stupid” («La economía, estúpido»), que lo llevó a convertirse contra pronóstico en presidente de los Estados Unidos. Desde entonces, este giro es muy utilizado para destacar lo esencial en determinada situación.
Últimamente se habla mucho en España del despoblamiento del mundo rural y de sus consecuencias, del mantenimiento del sistema de pensiones o del dinamismo de nuestra economía. Y eso está muy bien, pues abordar los problemas es la única manera de solucionarlos. El problema surge cuando no se interrelacionan unos con otros, cuando las visiones son sesgadas y no amplias o cuando se emplean torticeramente para arrimar cada cual el ascua a su sardina.
He leído en las últimas fechas diferentes escritos que, hablando del despoblamiento del mundo rural, lo achacaban indistintamente a cuestiones tan genéricas como “el sistema capitalista”, “la escasez de infraestructuras”, “la ausencia de oportunidades laborales”, “la falta de inversión en los municipios” o “el éxodo a las ciudades”.
Es probable que todos los factores enumerados anteriormente tengan alguna influencia, mayor o menor, más evidente o más discutible, pero lo cierto es que esos enfoques comparten algo en común: no afrontan el problema en su raíz. Y esa raíz, ese problema de origen del que en España es casi imposible oír hablar, es el dramático descenso de la natalidad.
Hemos ido camuflando en las últimas décadas este problema con parches, situaciones coyunturales que enmascaraban el gravísimo problema que se estaba larvando. En la época de vacas gordas, cuando en plena burbuja inmobiliaria se planeaban proyectos urbanísticos que hubieran requerido al menos 100 millones de habitantes para que hubiesen sido una realidad, teníamos una población inmigrante que ocultaba ese problema latente. Venían muchos extranjeros y además tenían tasas de natalidad muy superiores a las de la población local. Sumado a ello, el aumento en la esperanza de vida también distorsionaba las estadísticas, pues buena parte de la población que en décadas anteriores hubiese fallecido (hemos pasado de una esperanza de vida de 72 años en 1970 a otra de 83 en 2018) veía cómo su vida se alargaba, afortunadamente.
Pero nada es eterno: la crisis económica hizo descender la inmigración, causó el regreso de muchos de los que habían llegado a nuestro país (y sus hijos) y las tasas de mortalidad volvieron a la normalidad una vez se absorbió el efecto del incremento en la esperanza de vida (la tasa de mortalidad ha pasado de 8,2 en 2010 a 9,1 en 2017). Por supuesto, por el camino se quedaron casi todos esos planes urbanísticos que hoy jalonan nuestra geografía de barrios a medio construir o, en el mejor de los casos, de proyectos sobre plano que jamás se ejecutarán.
Entonces vimos las orejas al lobo. Los españoles comenzaron a darse cuenta de que el pueblo de sus abuelos ya tiene más casas vacías que habitadas, las administraciones comprendieron la que se les venía encima con tantos kilómetros cuadrados sin apenas habitantes a los que hay que dotar de escuelas, hospitales y servicios sociales. Las cuentas de la Seguridad Social empezaron a languidecer: mucho jubilado para tan poco cotizante. Y jubilados cada vez más longevos para ser pagados por personas que cada vez se incorporan más tarde al mercado laboral (las que se incorporan) y que, además, a menudo cobran menos que lo que ingresan muchos de esos pensionistas.
Llegaron las alarmas, que ahora resuenan por doquier, publicándose los citados estudios parciales que intentan explicar todos estos problemas, se convocaron rimbombantes reuniones de políticos para abordar los problemas de financiación de la regiones más despobladas y extensas, se creó el Comisionado del Gobierno para el Reto Demográfico y se crearon plataformas ciudadanas para -legítimamente- reivindicar los derechos de las zonas más despobladas.
Todo ello está muy bien, es necesario y lo aplaudo. Pero es insuficiente. España tiene que hablar, de una vez por todas, de lo que viene a denominarse como “suicidio demográfico”. Hemos pasado de casi 700.000 nacimientos en 1977 a los 391.000 de 2017, casi la mitad, con todo lo que ello conlleva. Se ha pasado de 3 hijos por mujer en 1964 a solo 1,3 en 2017.
Es evidente que detrás de estos números hay infinidad de factores que sobrepasan lo abordable en este artículo, pero destacaré entre ellos la progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral y su cada vez mayor formación (que ha retrasado la edad del primer parto de los 25 años en 1975 a los 31 en 2017), la generalización del uso de anticonceptivos y un indudable cambio de mentalidad en la sociedad, que ha pasado a tener otras prioridades (progreso laboral y económico, ocio, comodidades y, ¿por qué no decirlo?, un cierto egoísmo).
En absoluto quiero juzgar estas situaciones desde un punto de vista ético o moral, pues se trata de un debate con muchos matices y es evidente que dentro de la libertad de la que disfrutamos en democracia se incluye la libre decisión de cada persona y de cada pareja de qué es prioritario en sus vidas, y lógicamente también todos debemos congratularnos de los avances en la igualdad de oportunidades para ambos sexos.
Simplemente quiero poner sobre la mesa el que es, a mi juicio, el gran problema para solventar nuestros dos grandes retos: el mantenimiento del sistema de pensiones tal como lo conocemos (y con él, el conocido como “Estado de Bienestar”) y la tremenda despoblación de extensas áreas de nuestro país.
Sin más nacimientos será imposible afrontar estos retos, es así de simple. Sin niños no hay futuro, y con menos niños hay menos futuro.
Probablemente ya sea tarde para poder controlar ambos problemas. Por un lado, en lo relativo al sistema de pensiones, cada año que los políticos tardan en convocar un nuevo Pacto de Toledo es una tremenda oportunidad perdida, pues no hacerlo es una huida hacia adelante que no puede sino hacer más traumático el momento en que se explique a la sociedad que estamos ante un modelo agotado e inviable si no se afrontan cambios de inmenso calado en las cuentas del Estado. Entiendo que para un político es muy difícil decir a la sociedad que probablemente habrá que trabajar más años, o cobrar menos pensión, o recortar de otras partidas para mantener las pensiones, pero ese día va a llegar tarde o temprano.
Con respecto a la despoblación, también llegaremos tarde, porque sumado al descenso en la natalidad se ha producido en España un doble proceso de “madrileñización” y “mediterraneización” que ha concentrado buena parte de la población (especialmente la más joven) tanto en la capital como en todo el arco mediterráneo, en busca de oportunidades laborales o/y de un clima más benigno. En este contexto, en amplias zonas de España ya no cabe hablar solo de un abandono del mundo rural, sino que el tsunami ya ha llegado a multitud de ciudades. A muchas personas les sorprenderá saber, por ejemplo, que la ciudad de Valladolid haya perdido la friolera de 20.000 habitantes en trece años (de 321.000 habitantes en 2004 a 300.000 en 2017), o Salamanca otros 16.000 (de 160.000 en 2004 a 144.000 en 2017), y lo que es peor, con unas perspectivas dramáticas para los próximos años debido al envejecimiento de sus habitantes sin reemplazo por la ausencia de niños (Castilla y León es la comunidad con menor tasa de natalidad). El resto de capitales de la España interior seguirá su camino, salvo las directamente influidas por Madrid.
Por tanto, aquellos que piensan que la España rural despoblada debe repoblarse con personas “de la ciudad”, pueden irse olvidando de ello en gran medida, pues solo un imprevisible y masivo éxodo desde Madrid o desde el Mediterráneo a estas zonas podría compensar la balanza. Y, la verdad, no veo probable una oleada de parejas con hijos mudándose desde Madrid o su periferia a pequeñas localidades de la meseta castellana, ni desde la cálida y soleada costa mediterránea hacia la fría Serranía Celtibérica.
Debemos asumir pues que, en ausencia de una inmigración masiva y ordenada (que sería extraño que se produjera en la actual situación económica), sin un incremento radical de la tasa de natalidad en las próximas décadas será sencillamente imposible afrontar tanto el reajuste del sistema de pensiones como el despoblamiento de buena parte de España (todo el interior excepto Madrid y algunas zonas de Andalucía, así como Galicia y Asturias, principalmente). Las proyecciones demográficas en las circunstancias actuales indican que España perderá más de medio millón de habitantes en los 15 próximos años y la friolera de 5,4 millones hasta 2066.
Y como decía antes, por supuesto que es respetable la decisión libre que cada cual elija con respecto a su descendencia, pero desde el punto de vista del Estado, este suicidio demográfico es sencillamente un suicidio económico por los inmensos costes que va a generar el intentar mantener el sistema de pensiones o la atención social de las zonas despobladas. Todos sabemos que, sin recursos económicos, la felicidad es más complicada. Y sería muy triste que nuestra búsqueda de la felicidad individual nos terminara abocando a la infelicidad colectiva.
Eduardo Sánchez Butragueño. Licenciado en Ciencias Ambientales e Ingeniero Técnico Agrícola. Académico Numerario de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo