¿Reforma constitucional o… quo vadis España?
En sendos artículos anteriores publicados en este Digital, gracias a la generosidad y espíritu democrático de su grupo editor y de su equipo directivo (para los adictos a hemeroteca, ver fechas de 7 de marzo y 15 de julio del presente año), he podido mantener y exponer mi criterio sobre lo que vengo llamando el fracaso del Estado de las Autonomías y también sobre los primeros escarceos de lo que ya se nos anuncia como reforma constitucional, con mucha mayor intensidad desde que fue tomando cuerpo la amenaza del separatismo catalán para romper la unidad nacional, finalmente consumada en la fecha que me atrevería a definir como la más triste de nuestra más reciente historia.
En el segundo de esos artículos venía a afirmar que, como respuesta a esta crítica situación, “una de las fórmulas que viene teniendo más acogida con éxito en el mundo mediático es la de la reforma constitucional”. Y casi inmediatamente añadía que se trataría de “una reforma de la Constitución…sólo planteada a rastras y al rebufo del órdago del referendum del separatismo catalán”. Mi opinión era y sigue siendo que si no hubiera sido por esa excepcional circunstancia, salvo algún aspecto concreto, de importancia muy limitada, se trataría de una reforma prácticamente innecesaria.
Los acontecimientos se han precipitado de tal manera que a fecha de hoy, a poco más de tres meses de aquella afirmación, los hechos han venido a corroborar la plena validez de la misma. Pero para colocarnos en el punto cero de la situación actual, para una mejor aproximación a esta lamentable realidad, es necesario, al menos desde mi punto de vista, retrotraernos al origen del problema. No es otro, y así lo tengo ya manifestado en diferentes ocasiones, que mi convencimiento de que el Estado de las Autonomías, alumbrado con tanta ingenuidad y buena intención por algunos como propósito torticero y malévolo por otros, es hoy por hoy un proyecto político arruinado.
Antes de continuar, aparte renunciar de antemano a cualquier tipo de polémica, quiero aclarar que no pretendo ni tengo capacitación para ello entrar en un debate, casi estrictamente académico, sobre las distintas modalidades y su evolución histórica de la organización política y territorial que en España, desde hace más de dos siglos, han ocupado el tiempo de pensadores e intelectuales de muy distintas ideologías y de políticos de diversos regímenes. Doctores tiene también esa iglesia y opiniones profesorales más autorizadas que la mía se han ocupado desde entonces, y por supuesto todavía hoy, de cuestiones y conceptos tales como regionalismo, federalismo, confederación, cosoberanía, plurinacionalidad, nación pluri-estatal, arquitectura constitucional…cuestiones y variedades todas ellas del pensamiento político y de su aplicación práctica que hoy pudieran estar en el centro del debate sobre la hipotética reforma constitucional, y en tiempos no tan distantes de nuestra historia en lo más enconado de enfrentamientos civiles, hasta no exentos de confrontación y violencia.
Mi propósito, mucho más modesto, es reflexionar sobre el inmediato hecho, estrictamente objetivo, de que el separatismo catalán ha venido a ser el más evidente fiasco, la quiebra definitiva, de aquel diseño constitucional de 1978 que, en materia de distribución territorial del poder político, adoptó como base única del mismo la integración de los nacionalismos periféricos que, sin embargo, y por la propia definición y esencia intrínseca de su credo político, no tenían otro objetivo único que el de la secesión de sus respectivos territorios. Y la verdad es que, en lo sustancial, los diversos nacionalismos no nos engañaron. Nunca ocultaron que su único y verdadero propósito era la independencia y su separación de España. Fuimos nosotros, el resto de españoles no separatistas, quienes en un incomprensible alarde de ingenuidad panglosiana y de fe casi mesiánica quisimos engañarnos.
Se da así la curiosa y reveladora circunstancia de que si el separatismo catalán estuvo de manera decisiva, como motivación única, en el origen del estado autonómico en el proceso constituyente de La Transición, también ha venido a estarlo en el punto final de ese proyecto malogrado. Era, por tanto, un itinerario con origen conocido y con destino previsible. Sólo era cuestión de tiempo. Se dimensionó para el objetivo último un proceso gradual que, en principio, debía tener apariencia pactista, pero que, a partir de una determinada fecha, –sucedió mediada la década de los noventa–, debía adquirir ya velocidad de crucero. La paternidad de la frase “primero paciencia y después independencia” parece que se atribuye de manera indudable al ínclito “molt honorable” y “tresporcentero” Jorge Pujol.
De ello resultaba –y ahora lo hemos comprendido perfectamente– que el Estado de la Autonomías y, en consecuencia, todo el Título VIII que lo regulaba, no fuese otra cosa que un loable empeño, tan voluntarista como bienintencionado, destinado desde su origen a ser un intento fallido. Es posible, y hasta admirable por su buena voluntad y candidez, que pretendamos todavía justificaciones de auto-consuelo tales como “ha funcionado”, “esto de ahora es una excepción”, “vale, pero hay que mejorarlo”… o tal vez otras similares para eludir una realidad objetiva, ciertamente deplorable por decepcionante, cuya constatación parece a estas alturas incuestionable: de un lado, que aquella operación política no tenía otra finalidad que la de domesticar al separatismo periférico y, por otra parte, que malograda de forma tan traumática como palmaria esa única finalidad, el proyecto en su conjunto pierde toda vigencia y dimensión política válida.
Las premisas falsas
La clase política de la Transición comprendió que no era presentable ante la opinión pública que aquella fuera la única y exclusiva razón para proceder a un cambio tan radical de la propia estructura del Estado. Aquel tenderete del “café para todos”, para verse redimido de artificio y frivolidad, necesitaba asentarse sobre algunas premisas tan falsas como circunstanciales. Corrían aires de democracia recién estrenada y la primera de esas premisas debía sostener que el nuevo estado autonómico era más democrático que un estado centralizado. Más aún, que un estado centralizado, más allá de cualquier justificación jacobina, era esencialmente fascista. Si este “pecado” de centralismo, del que el nuevo estado democrático se erigía en valeroso redentor, era inmediatamente asociable como algo intrínseco al ominoso régimen franquista, el éxito de la tramposa patraña destinada a incautos estaba garantizado. Por mi parte, nada añadiría al respecto a lo ya dicho en mis dos artículos anteriormente mencionados, (“Suprimir las Diputaciones, y ¿por qué no las Autonomías?” y “¿Y Castilla?”)
La segunda falacia consistía en afirmar que si las regiones separatistas periféricas tenían derechos –derechos históricos, por supuesto–, al resto de las regiones también le deberían ser reconocidos. Sin que se supiera cuáles eran esos presuntos derechos ni que nadie los reclamara, allí surgieron de la noche a la mañana, a trancas y barrancas, inéditas identidades regionales por las que nadie clamaba ni nadie reivindicaba.
Aquí, en nuestra Castilla de las dos mesetas –la “ancha es Castilla” que siempre habíamos conocido– existía tan solo un sentimiento difuso, muy distante de cualquier entusiasmo patriótico, que tanto podría detectarse en Toledo como en Zamora, en Ávila como en Ciudad Real, en La Jara como en El Bierzo, de pertenecer a una entidad histórica, el Reino de Castilla, que junto con el Reino de Aragón, habían configurado desde hacía siglos una unidad nacional que sirvió de columna vertebral de la unidad política de la mayor parte del territorio peninsular. Sólo en ámbitos minoritarios y cultos, más como recuerdo que como reivindicación, permanecía el rescoldo de la lucha y derrota de los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en Villalar. Hasta hace muy poco, en la muy comunera Toledo, por no haber no había ni siquiera una estatua que perpetuara el recuerdo del anti-imperial Juan de Padilla.
Ese sentimiento, entre pesimista y nostálgico, algunos le aprendimos de la Castilla que descubrimos en nuestras primeras lecturas de la generación del noventa y ocho, y se vino a reafirmar en nuestras reflexiones sobre “la España invertebrada” de Ortega y Gasset. Pero poco más.
La tercera falacia sobre la que se construyó el chiringuito era de tipo económico: de la autonomía regional se pregonaba, como discurso redentor muy aplicable a las regiones menos desarrolladas, su capacidad de sacarnos de una pobreza tan ancestral como injusta. A falta de mejores argumentos, a éste se le dotaba de un cierto tinte reivindicativo y victimista que, con culpable cargo a cuenta de las regiones más ricas, las de la periferia, venía a suplir todo lo que faltaba en las nuestras de fervor patriótico regionalista e identitario. Por más que se pudiera llegar a pensar que tuviera algo de cierto, a punto estuvimos de acuñar un “Cataluña nos roba” de uso doméstico.
Deberíamos recordar que ese fue durante algún tiempo el demagógico discurso –de importante rentabilidad electoral y personal para algunos– sobre el que se pretendió construir una especie de patriotismo castellano-manchego. Así, no es de extrañar que a alguno no le haya resultado demasiado difícil dar ese salto acrobático desde el patriotismo castellano-manchego al patriotismo españolista. Al fin y al cabo, sólo dependía del tamaño de la patria. Curiosamente –y tristemente podríamos decir– la falsía de ese discurso ha tenido su más dramático mentís en el irremediable expolio de nuestro Río Tajo y la ignominiosa permanencia de su más patente latrocinio, el trasvase Tajo- Segura.
Si hay algo que en nuestra región pueda evidenciar de manera clamorosa el fracaso del estado de las autonomías –entre otras cosas por la flagrante quiebra del principio de la solidaridad interregional que se le presuponía– esta expropiación unidireccional de aguas y derechos es el más patente de los testimonios. Si la autonomía regional no nos ha servido para recuperar la integridad de nuestro principal recurso natural y el prioritario derecho patrimonial sobre el uso y disfrute de sus aguas, ¿para qué nos ha servido?
Por lo demás, sobre ese discurso de la capacidad autonómica para redimirnos de penurias económicas, bastaría con reparar en el dato, muy significativo y de muy reciente publicación que, al cabo ya de casi cuarenta años del invento, todavía nos alerta hoy sobre la tasa de personas en riesgo de pobreza en nuestra región, que se sitúa en un 38 % de la población, la cifra más alta de toda la serie histórica, y nos coloca en la tercera más elevada de España.
A propósito de todo ello se impone un inciso necesario. Vamos a decirlo muy claramente: en el “contexto actual”, los derechos e intereses de algunas regiones no separatistas estarían mejor defendidos por un estado centralista que por un estado autonomista. No es nada extraño y está en la lógica de las cosas. Si volvemos a nuestro agravio hidráulico la razón es evidente: el egoísmo insolidario del separatismo catalán y del regionalismo pueblerino aragonés nos vienen privando de que el caudaloso Ebro, con su cuenca sometida a muy frecuentes inundaciones –ese río sí, con abundantes excedentes en su desembocadura– venga en ayuda del solitario y expoliado Tajo en la incesante sangría del trasvase al Segura perpetrada en los embalses de su cabecera. Por mucho que no olvidemos que fue un estado centralista el que proyectó esta rapiña, aunque ya ejecutada y consumada en democracia, hoy por hoy, por ser impensable lo contrario, sólo un estado de esas características podría poner remedio a esta indignante injusticia.
La cuarta falacia de este engendro, en cierto modo asociada a la anterior, consistía en ponderar las maravillas que en materia de infraestructuras y servicios nos habría de proporcionar la autonomía regional, tales que nuestra nueva región habría de ser un trasunto de una utópica Arcadia feliz. Si todos los argumentos esgrimidos en defensa de la autonomía han venido a ser desmentidos por la realidad, éste parece sólo destinado a alimentar mentes de ingenuos o ignorantes.
¿Puede alguien con un mínimo de rigor intelectual pensar que carreteras, hospitales, escuelas, no hubieran sido también construidos por un estado centralista? ¿Se puede alguien imaginar que ese mismo estado –“social, democrático y de Derecho”– habría abdicado de sus responsabilidades en materia de becas para estudiantes, servicios sanitarios o atención a dependientes? O, ¿es que se nos pretende hacer creer que esas fundamentales y admirables virtudes constitucionales sólo son compatibles, intrínsecamente inherentes, con un sistema autonómico?
La etapa del post-golpismo: del “café para todos” al “barra libre” sólo para algunos
Muchas han sido, pues, las mentiras que durante tantos años han pretendido justificar este lamentable experimento histórico del estado de las autonomías, nacido sólo y exclusivamente para intentar integrar al nacionalismo separatista periférico. Por desgracia, muchos también los intereses creados durante tanto tiempo y por los que hoy, amarrados a ellos, sus beneficiarios pretenden perpetuarle. Sin embargo, asistimos ahora a la más sangrante y lesiva de esas mentiras: la de pretender, en un ejercicio político tan inútil como irresponsable, desvincular la actual y gravísima crisis institucional que atraviesa la Nación española, culminada con la secesión catalana, del fracaso del estado de las autonomías.
En un párrafo anterior he entrecomillado lo de “contexto actual”. Lo subrayo ahora. Y si lo hago es porque me temo muy mucho que la pretendida reforma constitucional lo vaya a convertir en duradero y permanente. Por ahí parecen discurrir las cosas en ese reciente pacto, tan débil como de circunstancias y provisional, a modo de apaño para salir del atolladero, entre los señores Pedro Sánchez y Mariano Rajoy destinado a buscar un “encaje” –la nueva palabra de moda– de Cataluña en esta nueva etapa del post-golpismo separatista. Pero, ¿qué es eso del “encaje” de Cataluña? ¿Algo así como pasar del “café para todos” al “barra libre” para unos pocos?
Vayamos por partes: el socialista catalán Iceta, hay que recalcarlo, junto con el podemismo más explícito –y el PSOE andaluz sin quedarse a la zaga, pisándoles los talones– lo han dicho sin rodeos: más autonomía, más autogobierno. Ante aseveración tan rotunda, las regiones no separatistas debemos tentarnos la ropa y tener algunas cosas muy claras: la primera, que más autonomía política es el instrumento imprescindible para presionar en la consecución de más ventaja económica. Es en cierto modo, una herramienta de chantaje que no resuelve nada, sino que lo agrava todo y lo prolonga. Es la misma que los nacionalismos periféricos, con astuta deslealtad, con artera falsía, vienen empleando desde el comienzo de la Transición.
En el troceo de la tarta no caben milagros que anulen o minimicen cualquier injusticia en el reparto. La ventaja en materia de inversiones, financiación y asignación de recursos nacionales públicos no se realizará a favor de unos sin detrimento de otros. Así de claro. Es la peor cara del taifismo por lo que tiene de egoísmo insolidario. Si se tratara de poner un ejemplo bastaría con referirnos al privilegiado trato que, según expertos economistas, supone el Concierto Económico Vasco respecto de la normativa común que rige para el resto de las comunidades autónomas.
La segunda cosa a no olvidar es que el “encaje”, una mayor dosis de autonomía a requerimiento de un separatismo en apariencia –sólo en apariencia– posibilista, es una trampa en la que a estas alturas ya no debería caer nadie con un mínimo de sentido común. Lo tengo dicho en alguna otra ocasión, y lo repetiré sin cesar: el nacionalismo separatista es insaciable, no se conforma con cualquier fórmula de distribución del poder territorial en España, llámese federalismo, simétrico o asimétrico, confederación, asociación libre de estados, lo que sea…
Están en contra de España como realidad histórica y les produce náusea insuperable admitir que ellos mismos pertenecen y son parte de esa realidad. Esa ha sido durante muchos años la gran falsedad de su discurso político. El simple hecho de la vecindad física es algo que les resulta insoportable, cosa que sólo muy a duras penas podrá sobrellevarse con el establecimiento de fronteras. Dicho muy por lo directo, su insaciabilidad, la falacia de su relato político anti-histórico, no tiene como solución otra clase de España, sino “la no España”, que es cosa mucho más destructiva, visceral, radical y patológica que “la anti España”. La sola pronunciación de su nombre les pone enfermos. Es la exacerbación morbosa de un sentimiento en los límites de lo irracional.
Mientras que a ellos esa palabra, España, no les sale, se les atraganta y, en un ridículo esfuerzo ofensivo, la sustituyen por “estado español”; mientras que la más absurda y radical intolerancia prohíbe en Cataluña la rotulación de tiendas y comercios sólo en idioma español; mientras sucede todo eso y muchas más cosas, en programas informativos y hasta en “El Tiempo” de nuestra Televisión pública, en su primera cadena, –es un simple ejemplo–, nos enteramos de que en Yirona, (ge, gi, yi, lli…¿en qué quedamos?), sopla la tramontana o hay fuertes aguaceros. ¡En la televisión pública nacional! Tal vez deberíamos recurrir al equipo de traductores que, en el paroxismo de los despropósitos, se contrató al efecto en el Senado. ¿Español? La verdad es que se ha llegado demasiado lejos.
Así pues, en esta Catalunya, (perdón, Cataluña), de la paranoia separatista, nos encontramos en su versión política –con su correspondiente derivada económica, ¡faltaría más!– ante una psicopatía que ha degenerado en colectiva, digna de tesis doctoral y que como fenómeno de masas, fanatizadas por una educación sectaria durante más de dos generaciones, empieza a recordar mucho y por desgracia al auge y crecimiento del nazismo hitleriano ¿Es posible así seguir hablando de “encaje” si no es con el deliberado propósito de seguir mareando la perdiz? ¿Tan deliberado quizá que de ignorancia de esta realidad a complicidad con la misma sólo hay un paso?
La tercera consideración a tener muy en cuenta en esta cantinela del “encaje” –la presunta y gran fórmula, tan mágica como desconocida, de saciar a los insaciables– es la de vernos forzados, como una variante más del chantaje, a admitir como verdad absoluta, como dogma irrefutable, que cualquier otra opción de salida de la crisis no cabe ser planteada ni siquiera como alternativa.
Más en concreto, el retorno a un estado constitucional “social y democrático de Derecho…cuya soberanía nacional reside en el pueblo español”, pero de estructura unitaria y centralizada, se nos vendría a presentar como algo ya tan irrealizable, tan “revolucionario” –y, por supuesto, reaccionario– que la periferia separatista de España poco menos que ardería en llamas. De la felicidad y prosperidad del reino de Jauja pasaríamos a lo peor del infierno de Dante. Las palabras “franquista” y “fascista” ocuparían, mucho más todavía que lo hacen hoy, que ya es bastante, todo el amplio despliegue descalificador del presunto progresismo, aliado para la ocasión con lo más beligerante del separatismo más ortodoxo. Chantaje en estado químicamente puro.
Sin embargo, las cosas no son inexorablemente irreversibles. Pudiera parecer lo contrario la lamentable realidad que, de hecho, sobre una eficaz y más justa redistribución territorial de renta y riqueza y, a la vez, sobre una potente descentralización administrativa destinada a una mejor prestación de servicios públicos a los ciudadanos que hubiera sido lo deseable, haya prevalecido, lisa y llanamente, una operación, estrictamente política en el sentido menos ejemplar de la palabra, de creación y extensión ilimitada de una nueva élite dirigente, la casta autonómica, amparada bajo las siglas de los dos partidos –ahora ya con incorporaciones nuevas– que en esta larga etapa han detentado el poder en España y que, por esa lógica que siempre es inherente al mantenimiento del mismo y de sus privilegios, serán los más reacios a dar el más mínimo paso en ese proceso de cambio.
¿No hay otra alternativa?
Así pues, el primer apriorismo que se nos pretenderá imponer, en una especie de antidemocrático “esto son lentejas”, es que no hay otra salida para el problema territorial ocasionado por el separatismo catalán que la solución federalista. Y para liberarla de cualquier sospecha de solución condicionada –realmente forzada– se afirmará una y mil veces que no tiene nada que ver con la crisis institucional originada por el reto secesionista.
Sin embargo, y con la vista puesta otra vez en esa martingala del “encaje” catalán, estaría por ver si la población catalana no secesionista, alcanzada una mayoría que hoy parece ser real –la mayoría silenciada y silenciosa que, con la misma adhesión ha enarbolado estos días la senyera que la rojigualda–, tendría reparo alguno en sentirse perfectamente “encajada” en un estado centralista que, por supuesto, respetaría su lengua, sus costumbres, sus tradiciones y lo más relevante de su propia identidad, en pie de igualdad con esos mismos valores, igualmente respetables, en cualquier otra región de España. Es muy posible que esa realidad, sin que causara graves traumas sicológicos en nadie, fuese pronto tan admitida como normal, por un ciudadano no separatista de Badalona como por un paisano de Villanueva del Pardillo.
¿A qué entonces ceder al chantaje de que el retorno a una estructura centralista y unitaria del Estado no se pueda plantear ni siquiera como alternativa? ¿Se atrevería alguien a explicar con razones que esa estructura habría de hacer a la gente menos feliz, menos libre o menos próspera? ¿Habremos de estar siempre sometidos al coactivo dogma de que nada se puede hacer en materia de organización territorial de España si no es con la eterna amenaza de la espada de Damocles de los separatismos periféricos? ¿Vamos a tener que vivir eternamente esclavizados por ese dogma? Puede resultar muy duro afirmarlo, pero la realidad es que la población española no separatista, presionada por esa permanente tensión, sufre por tal motivo un importante déficit de libertad.
Cosa distinta será que a partir de ahora y con esta clarificadora y frustrante experiencia del fracasado estado de las autonomías se plantee la forma más racional y gradual en el tiempo, con plazos y objetivos bien marcados, de proceder a ese desmontaje sin que se nos quiera llevar a la conclusión, como argumento a la contra, de que pudiera ser peor el remedio que la enfermedad. Serían exigencias ineludibles para lo que, sin exageración alguna, podríamos calificar como un verdadero cambio de ciclo histórico que, probablemente, necesitaría un cierto tránsito temporal en el que, junto a grandes dosis de habilidad política y otras tantas de esfuerzo pedagógico, pudiera alumbrarse un nuevo proyecto de convivencia nacional.
¿Implicaría eso una reforma de la Constitución? Por supuesto que sí: la de su Título VIII. Una reforma “a la baja” para algunos pero, si en principio innecesaria, ya aconsejable y racional para la mayoría, y que tal vez debiera empezar porque determinadas competencias transferidas revirtieran al Estado. Ya conocemos el resultado de una experiencia completamente negativa en materia de excesos en cesión de competencias que nunca deberían haber sido transferidas. Aunque no la única, el caso de la educación es paradigmático. El análisis racional de esos excesos nos debería reconducir, aunque fuera gradualmente y con prudencia, a ese planteamiento “a la baja”.
Lo contrario nos podría llevar a una super-descentralización de tal magnitud que, superados hasta con creces los niveles de autogobierno de un sistema federal –en realidad ya lo están–, en la práctica supondría simplemente la desaparición del Estado. De hecho, eso es lo que ha sucedido en Cataluña, y hasta tal punto que ya en su momento el socialista catalán Pascual Maragall se jactaba de que la presencia del Estado en Cataluña era meramente residual.
Si con la fórmula federalista es eso lo que se pretende –en su equivalente de desintegración de España como realidad histórica y como entidad nacional y, por añadidura, del concepto de soberanía como ejercicio libre residenciado en el pueblo español– debe decirse muy claramente, sin rodeos ni circunloquios que con dialécticas y palabrerías varias oculten la realidad de lo inmediato y enmascaren ese último y destructivo propósito. Los que todavía no quieran reconocer el fracaso del modelo optarán por aquello de “no reforma constitucional, sólo modernizar el estado autonómico”, sin que sepamos todavía muy bien en qué consiste la modernización, una especie de nuevo “café para todos” pero además descafeinado. Los “federalistas”, por su parte, empezarán a hablar de definición de nuevos marcos de competencias, otros modos de financiación y… de “lealtad” federal.
No sé si todas estas cosas se abordarán desde esta perspectiva, al menos como hipótesis alternativa, en esa anunciada Comisión parlamentaria que, a instancias del partido socialista, ha sido acordada para servir de base a una hipotética reforma constitucional. Me temo muy mucho que no. Más aún: me temo que si prevalece la fórmula Iceta –más autonomía para Cataluña– estaremos en la dirección justamente contraria. O sea, solución federalista, como trágala, sin otra opción, aunque nadie se haya decidido todavía ni a definirla ni a explicarla. De momento, puro humo.
Si esa fuera la salida de la grave crisis institucional ocasionada por el golpe del separatismo estaríamos dando la más torpe de las muestras de no haber aprendido de los errores del pasado. ¿Más autonomía? Algo así como tratar a un drogadicto con más dosis de droga, o dicho más castizamente aplicar aquello de que si no quieres caldo, toma dos tazas. Sería tanto como reafirmarnos, de forma recalcitrante y obtusa, en que el fracaso del experimento histórico del estado autonómico se soluciona con más dosis de fracaso. Más de lo mismo. ¿Cabría mayor ignorancia, casi culpable, por ignorar de forma tan irresponsable las lecciones de nuestra historia más reciente?
Sería lógico y honesto admitir que, al menos en el caso de Cataluña, no sabemos bien todavía lo que hay que hacer, pero no menos lo sería asegurar que sabemos ya muy bien lo que no hay que hacer. Alguna orientación nos podrán dar los resultados de futuras consultas electorales. Pero a buen seguro, sean cuales sean, que parte fundamental de cualquier estrategia destinada a suturar esta fractura de la sociedad catalana y la producida con la propia sociedad española y que, por desgracia, a la vista de la gravedad y profundidad de la herida en el cuerpo social, no podrá ser de corto plazo, deberá ser la recuperación de un catalanismo no independentista, de amplia base social, pluripartidario, inspirado en el humanismo democrático, que tome conciencia de que el independentismo –una simple estrategia de acceso al poder de ciertas élites políticas– no pertenece a las señas de identidad de sus valores como pueblo ni al núcleo esencial de su extraordinaria riqueza cultural, incluida la lengua, y que, por supuesto, sea ajeno a la destructiva táctica de quienes en este proceso han pretendido, en un totum revolutum bien identificable, arrimando el ascua separatista a su sardina revolucionaria, equiparar y asociar objetivos de revolución anti-sistema con los estrictamente identitarios de la presunta nación catalana.
Haber escogido esos compañeros de viaje, para los que la causa separatista ha sido puramente instrumental, ha sido el peor de los errores que ha cometido el nacionalismo catalán, por la sencilla razón de haber tolerado, y hasta deseado, en una actitud de torpeza inaudita, asimilar un supuesto conflicto territorial a un planteamiento político radicalmente ideologizado, hasta llegar a creer que la nación independiente de sus aspiraciones máximas tendría algo que ver con la Cataluña gobernada a raíz de la consumación de un proceso ultra-extremista y revolucionario.
Para el resto de la España no separatista, la inmensa mayoría, las cosas se presentan por fortuna con mucha más claridad, sobre todo desde que, con motivo del reto secesionista, tomado casi como una insolente y despectiva provocación, cargada de desprecio y de odio a España y a todo lo español, se ha despertado el sentimiento espontáneo de un patriotismo nacional adormecido.
Nunca agradeceremos de manera suficiente al golpista Puigdemont y a toda su intrépida cuadrilla de apandadores de la soberanía nacional, la de todos nosotros, el haberse convertido en un meritorio conjunto de fabricantes profesionales de renacidos patriotas españoles. Esas plazas y calles cuyos balcones y ventanas se han llenado de banderas constitucionales han sido un grito de unidad y esperanza que hasta ahora sólo se hacía patente ante los triunfos futbolísticos de nuestra selección. A partir de ahora ya nadie debería tener reparo en sustituir su tendencioso nombre de “la roja” por el de “la rojigualda”.
Por supuesto que no faltarán quienes lleven muy a mal este gesto –el adjetivo de “fachas” no se les caerá de la boca– por el que ahora, después de mucho tiempo en los armarios o algunos meses en las tiendas de “los chinos”, mucha gente se ha atrevido a identificar la exhibición de una bandera con un sentimiento de pertenencia a la comunidad nacional española, a todo lo que, con luces y sombras, significa su historia centenaria, su dignidad como pueblo y sus tradiciones seculares. Mucho peor aún llevarán que a esa comunidad nos atrevamos a llamarla patria. Y ya en el colmo de su indignado desprecio les resultará insoportable que a esa bandera le concedamos mucho más valor que a un simple trapo coloreado de cuya molesta presencia ya exigen que regrese a los armarios.
Con todo, sería muy de desear que, al margen de banderas y emociones, la recuperación de este sentimiento mayoritario de pertenencia a un mismo proyecto de convivencia de tan larga data histórica, más allá de cualquier valoración trivial que lo quiera identificar con un mero nacionalismo patriotero españolista, fuera el impulso y renacimiento de un fuerte compromiso colectivo de comportamientos cívicos, un nuevo estilo ético de convicciones democráticas muy profundas, comprometido con los valores constitucionales, felizmente redescubierto ahora por haber estado a punto de sernos arrebatada por el separatismo catalán nuestra soberanía como pueblo.
Del “pluralismo político” al café, copa y puro
Pero además, y en otro orden de cosas, cabe preguntarse si la futura reforma constitucional abordará algunas cuestiones muy básicas. Enumero algunas: ¿Deben ser reconocidos y, como tales admitidos en el juego democrático electoral, partidos políticos que en su más íntima esencia, corroborada en el caso del nacionalismo catalán con hechos reales irrebatibles, más allá de principios ideológicos, han hecho gala y alarde de comportamientos y discursos excluyentes, supremacistas, xenófobos, golpistas, y de sus anexos de racismo lingüístico y de hispanofobia, no ya incompatibles sino radicalmente antagónicos con los principios constitucionales? ¿Puede la declaración de “pluralismo político” ser de tan manga ancha como para admitir la existencia legal de partidos cuya finalidad única es la ruptura de la unidad nacional y la expropiación de la soberanía del pueblo español, declarada por el propio texto constitucional como principio básico de la norma común del máximo rango?. o ¿de aquellos otros –los de “por imperativo legal”– que tienen como único objetivo de su acción política la quiebra del sistema de convivencia común de la mayoría?
Por respeto al sistema parlamentario estas bromas deben acabar: ignoro el número de ciudadanos que pagarían sus impuestos si no fuera por imperativo legal. Supongo que no formarían largas colas a las puertas del Ministerio de Hacienda. ¡Cuántas majaderías y provocaciones ha habido que soportar en esas Cortes Españolas de la democracia en cuyos escaños, remunerados por nosotros, por los impuestos de todos los españoles, también se sientan los del “por imperativo legal!
La participación de esa clase de partidos en procesos electorales de carácter general roza los límites de lo surrealista: querer pertenecer al parlamento de una nación en la que no creen, a la que desprecian y aborrecen y a la que quieren romper, solo puede ser entendido como un rapto de esquizofrenia política en la que resulta difícil diagnosticar si es más agudo el síndrome en quien la promueve que en quien la acepta. Y ello por no admitir como algo mucho más grave y preocupante, y quizá más próximo a la realidad, que se trataría sencillamente de dinamitar el propio sistema de convivencia constitucional desde el propio interior del mismo. Algo así como meter el zorro en el gallinero. ¿Sería mucho pedir, como requisito previo e imprescindible para la participación en cualquier proceso electoral y más allá de una declaración puramente formulista en el acto de acceso al escaño como la actualmente en uso, un compromiso vinculante de lealtad constitucional?
Son todas ellas cuestiones, no precisamente menores. Merecen una respuesta en la que, sin merma del compromiso democrático y respeto máximo a la libertad de expresión y al derecho de participación que se atribuye a los partidos como instrumentos de la misma, se fijen con claridad el alcance y límites del proclamado “pluralismo político” y las condiciones mínimas de esa participación, no fuera a suceder que, ocultando su totalitarismo, vinieran a liquidar tal pluralismo los que más falazmente le invocan y reclaman. Mientras que aquí venimos presumiendo, con notable insensatez, de la supina estupidez de que nuestra Constitución es tan magnánima que admite incluso a los que quieren destruirla –dudoso mérito de una “hiper-democracia” acomplejada y de recién llegados a la misma– algunos países democráticos de nuestro entorno –Alemania sería el ejemplo más significativo–, con más experiencia que la nuestra, con más sentido común y menos papanatismo político, ya han tomado en ese sentido decisiones mucho más realistas.
Aquí somos tan rumbosos que no sólo pagamos el menú a la carta sino que también invitamos a café, copa y puro.
Reforma constitucional prudente
Pero volviendo a la anunciada reforma constitucional relativa a la cuestión territorial, es evidente que ese desmantelamiento del estado autonómico para regresar a un estado centralizado no debería realizarse, insisto en ello, si no es de una forma gradual, muy pautada en sus formas y plazos y, a ser posible, lo más consensuada que permita la sensatez y el verdadero patriotismo de los partidos constitucionalistas.
Es una tarea necesaria, pero nada fácil. Lo cosido durante mucho tiempo no se puede descoser de la noche a la mañana. Tal ritmo gradual del proceso vendría obligado por la propia complejidad de las estructuras, tanto políticas como administrativas, que a lo largo de tantos años, en una maraña en la que se han entretejido toda clase de organismos, además de intereses particulares, ha convertido al estado autonómico en una mastodóntica maquinaria de gasto público –con sus anexos de deuda y déficit– que, a juicio de muy competentes economistas, hacen al sistema insostenible.
Pero tal complejidad complicaría mucho más aún el proceso si atendemos a los aspectos más políticos de la hipotética reforma constitucional, los destinados a afrontar el problema territorial: cuestiones tales como la normativa y rango legal de cada Estatuto de Autonomía, las consultas en referéndum, pactados o no, vinculantes o consultivos, de ámbito nacional o sólo autonómico, concepto y alcance en cada caso de la soberanía popular, interpretación de cada una de las sentencias que en tal materia ya se han producido en el Tribunal Constitucional… son todas ellas cuestiones que harán del proyecto de reforma constitucional un empeño legislativo casi titánico de resultado práctico muy poco predecible.
Y lo que sería aún más deprimente: para venir al final a constatar que tan ímprobo trabajo, una vez más, en un “dejà vu” más que previsible, sería inútil, toda vez que nada de lo reformado habría de ser del agrado de los nacionalismos por la sencilla razón de que su único propósito, la única razón de ser de su existencia política, no es su “encaje” sino la independencia de España. El separatismo, más que en “encaje” piensa en “desencaje”. La palabra utilizada por los golpistas de estas recientes fechas era “desconexión”. Y si eso va a suceder como parece más que probable, ¿a qué viene entonces cualquier “esfuerzo” de federalización? Dicho a lo castizo, para ese viaje no necesitaríamos alforjas. Esa sería la definitiva razón para reafirmarme en mi idea inicial de lo casi innecesario de esta reforma, a fuer de inútil.
Con todo, aprovechando la ocasión, sin ningún decaimiento de ánimo, la reforma debería seguir su trabajo y su ambicioso proyecto. Una programada devolución de competencias y una racional y creciente asunción de su ejecución y funciones por parte de los organismos periféricos de la administración del Estado habría de ser pieza fundamental de esta decisiva operación histórica. Simplemente como prueba de ensayo, de la tantas veces declarada como indeseable aplicación práctica del Artículo 155 en Cataluña, alguna lección ilustrativa se podría sacar. Se ha aplicado, las funciones y competencias las han ejercido los organismos del Estado y…allí no se ha hundido el mundo. ¡Hasta los propios golpistas arrepentidos parecen aceptarle!
Y a la vez, uno de los ejes básicos de ese retorno debería ser la potenciación del municipalismo, máximo exponente de una auténtica descentralización democrática, y ello como base de una dotación de mayor contenido político y representatividad democrática a las entidades provinciales, de tal manera que fuesen los representantes políticos de las Diputaciones, surgidos de elecciones de ámbito municipal, los que compusieran en su totalidad el Senado como verdadera Cámara de representación territorial. Tampoco se debería olvidar dotar de alguna significación política a entidades tales como las mancomunidades vecinales, las comarcas naturales o las cuencas hidrográficas.
Con todo lo pausado y dilatado en el tiempo que pudiera ser ese proceso, su final no sería otro que el de la supresión de ese absurdo disparate histórico que han resultado ser los actuales diecisiete parlamentos autonómicos. Porque, ¿qué sentido tiene mantener el Senado como Cámara de representación territorial coexistiendo, tan innecesaria como gravosamente, con esas diecisiete camaritas o “camarillas” que son los parlamentos autonómicos? O una cosa o la otra. Pero, ¿a qué viene mantener las dos?
Y ello por no hablar de la casi ridícula, y exigua por innecesaria, actividad legisladora de esas mini-cámaras que, casi sin excepción –y si sus bien remunerados miembros no ocupan su valioso tiempo, como es frecuente, en intercambio partidario de insultos– pueden dedicarse a tontunas tales como producir una “ley” sobre el tamaño de los palillos mondadientes fabricados con madera de los pinares de Cuenca o sobre la forma y color de las cachas de las navajas producidas en Albacete. Tómese lo anterior, por favor, sólo como un desahogo de ejemplos irónicos.
Las cifras también hablan
En cualquier caso, y dado que parece inevitable que el tema del federalismo vaya a ocupar buena parte de los debates de la Comisión parlamentaria creada al efecto, convendría alguna reflexión muy pegada a la realidad. Para cuantificar de alguna forma la “necesidad” de proceder a una federalización de la estructura territorial de España deberíamos reparar en algunas cifras muy ilustrativas. Si admitimos, como cosa ya más que evidente, que cualquier reforma constitucional destinada a modificar esa estructura en el sentido federalista –más autonomía, más autogobierno, más disminución del Estado– viene obligada por la presión separatista periférica, y tomamos como referencia para ello las tres regiones, (Cataluña, País Vasco y Galicia), en las que se produce tal presión por la existencia de partidos nacionalistas, la realidad en cifras nos indica que, en términos de territorio, muy poco más del 13 % de la superficie nacional sería “demandante” de esa nueva estructura.
Pero si lo referimos a términos de población, el resultado es aún mucho más significativo: si admitiéramos que todo – insisto, todo– el censo de esas tres regiones tiene militancia separatista, sólo el 26 % del total de la población española nos obligaría a decidir al resto sobre la forma territorial del reparto del poder político en el conjunto de la Nación. Huelga decir a qué porcentaje quedaría reducido ese rango poblacional si se cuantifica en cifras reales el conjunto de los resultados electorales conseguidos por esos partidos en sus respectivas regiones. Y, lo más grave de todo, huelga también decir a qué nivel quedaría reducido el ejercicio real de la soberanía nacional.
Cuando las cifras por sí solas son tan elocuentes, ¿es razonable plantearnos la “federalización” de la estructura territorial del Estado como algo aconsejable? Opino modestamente que sería imprudente además de injusto. Si hasta ahora era sólo el argumento político el que me hacía afirmar que sólo las presiones separatistas han sido el cohete de salida de esta “necesaria” reforma constitucional, son ahora las escuetas y frías cifras las que corroboran mi convencimiento.
Tres reflexiones finales
Para finalizar, tres consideraciones. La primera: si es cierto aquello de que no hay mal que por bien no venga, esta gravísima quiebra del proyecto de convivencia nacional que se alumbró en La Transición, provocada por el reto del secesionismo separatista catalán, podría y debería servirnos para aprender la lección. No deberíamos desaprovechar la ocasión. De los errores se aprende. Y debería hacerse además, sin complejo alguno, desde el optimismo creativo y regenerador.
Si son tantos los éxitos que, para orgullo de todos y admiración de propios y extraños, en casi todo hemos cosechado en esta etapa histórica –convivencia, libertad, progreso social y económico–, ¿por qué no admitir que en este experimento de las autonomías, tan políticamente frustrado como económicamente insostenible, hemos fracasado? No pasaría nada: las historias, tanto personales como colectivas, están entreveradas de éxitos y de fracasos.
La segunda: reconocer que nos enfrentaríamos a una operación de calado histórico, sin grandes solemnidades, sin grandilocuencias ni aspavientos de exaltación colectiva, pero histórico. Sería más bien una decisión prudente y silenciosa de las élites políticas, demasiado aferradas a la política como profesión vitalicia, que han prosperado y medran todavía bajo el sistema autonómico y, que con una elevada dosis de generosidad y hasta de sacrificio y renuncia si fuera necesario, deberían hacer un gesto de valeroso patriotismo, posponiendo las ventajas y privilegios de su actual situación política al auténtico interés de la comunidad nacional. En un trance histórico como el que estamos viviendo, reconocido por todos como la más grave crisis institucional que ha atravesado nuestro país en mucho tiempo, ¿sería mucho pedir hacerles –hacernos todos– la elemental pregunta “quo vadis España”?
Señorías del negocio autonómico y beneficiarios adláteres: tómense el tiempo necesario, gradúen del modo menos traumático posible y como mejor estimen el proceso de devolver al Estado lo que ahora comprendemos que nunca le debió ser sustraído, piensen en el conjunto de las regiones españolas y no solo en las de los separatismos de la periferia, consulten a sabios y documentados historiadores, atiendan los dictámenes de los más objetivos y autorizados catedráticos de derecho constitucional, recaben el consejo de los mejores administrativistas, escuchen la opinión de los más expertos e imparciales economistas, e incluso blinden sus intereses personales de la manera que les parezca menos inmoral y escandalosa. Nadie se lo va a reprochar. Es más: este noble pueblo hasta les agradecerá los servicios prestados. Pero, por favor, pónganse pronto manos a la obra. No perdamos esta oportunidad. Estén, al menos una vez, a la altura de la gravedad del momento histórico que vive nuestro país.
Y si a pesar de esa demanda de responsabilidad no se deciden a dar ese paso corporativo, en este momento en el que tanto se habla de referéndums, hasta atrévanse a leer el artículo 92 de nuestra Constitución y, conforme al mismo, a convocar uno “consultivo de todos los ciudadanos” en el que el soberano pueblo español exprese su opinión sobre el mantenimiento del estado de las autonomías. No le tengan miedo que a lo mejor, para tranquilidad de ustedes, de sus poltronas, de sus cuentas corrientes, depósitos bancarios y saneados patrimonios, este pueblo nuestro, tan imprevisible, capaz de las hazañas más heroicas pero, a la vez, de las cobardías más abominables, en un gesto de inaudito masoquismo, opta por una dulce eutanasia colectiva.
De tomar ustedes la iniciativa, no sería el suyo, respetadas señorías, un gesto sin precedentes. Lo fue el llamado harakiri de las últimas Cortes del anterior sistema político, autodisueltas para dar paso a la Ley para la Reforma Política que abría paso a nuestra actual Constitución democrática. Y se trataba nada menos que de desmontar un tinglado de cuarenta años, del que su principal protagonista aseguraba que “estaba atado y bien atado”. ¿Habríamos de admitir que hubo más sentido de la responsabilidad y más talla moral en los representantes políticos de un régimen dictatorial que en los de nuestra actual democracia?
Y una tercera y final reflexión en positivo: la España no catalana deberá saber perdonar el inmenso daño que, fruto de un odio irracional, sembrado durante muchos años por estricta conveniencia y ambición política, ha causado el nacionalismo separatista en un doble sentido: primero, el profesado al resto de las regiones y ciudadanos que jamás habían albergado en su ánimo sentimiento anti catalanista alguno y cuyo único delito ha sido el de ser y sentirse españoles; y segundo, el mucho más grave y quizá irreparable en mucho tiempo, el inoculado, como veneno letal en la convivencia cívica, en lo más hondo del propio pueblo catalán por el que se han quebrado relaciones familiares, se han roto lazos de amistad y compañerismo y se ha extendido un enrarecido clima de reproches y antagonismos que, de no ser pronto remediado, podrá ser tristemente diagnosticado como propio de una sociedad moralmente enferma. Esa es la tremenda responsabilidad histórica culpable del nacionalismo catalán que, no obstante, por grave que haya sido, deberemos saber perdonar.
Una contribución impagable a un proceso de “reconciliación” inter/intra-territorial –para ser más explícito, “Catalunya/Cataluña-resto de España”– podría proceder de iniciativas de la propia sociedad civil –la de allí y la de aquí– que, sin prescindir de ellos, colocara en un muy segundo plano a los partidos políticos, siempre mediatizados por el logro de resultados electorales. Así, organización de encuentros e intercambios entre asociaciones vecinales, distintos sectores productivos y consumidores de bienes y servicios, grupos profesionales, entidades culturales, colectivos laborales, asociaciones juveniles, agrupaciones ecologistas, e incluso movimientos religiosos, podrían ser, entre otros, instrumentos de inmenso valor para iniciar caminos de aproximación que, por desgracia, han quedado gravemente dañados por el proceso separatista. La tarea de contrastar con rigor y objetividad las distintas versiones de un mismo relato histórico, romper prejuicios sobre convivencia e integración, relativizar posiciones políticas para alejarlas de dogmatismos supremacistas y excluyentes, desdramatizar distancias y desencuentros y, en fin, tantas otras propuestas de auténtica recuperación de una convivencia imprescindible, se nos presentarían como un empeño dif