Hablemos de cooperativas
Si bien no se puede negar la visión de futuro que poseían, es harto improbable que los primeros 28 socios de la Sociedad Equitativa de los Pioneros de Rochdale pudieran vislumbrar el formidable desarrollo que el movimiento cooperativo tendría en los dos siglos siguientes a la fundación de dicha sociedad.
La Sociedad se fundó en 1844 en las cercanías de Manchester, ciudad cuna de la Revolución Industrial, como cooperativa de consumo y, aunque existieron precedentes a la misma, se cita frecuentemente a esta como prototipo de cooperativa en sentido moderno, y la primera, en todo caso, en distribuir entre sus socios el excedente generado por su actividad.
Las cooperativas pertenecen al ámbito de la economía social, y en afortunada clasificación del profesor Monzón, a su subsector de economía de mercado, para distinguirlas del sector de no mercado al que pertenecen asociaciones, fundaciones, etc.
El hecho de que las cooperativas operen en el mercado y por tanto en abierta competencia con el sector empresarial privado, les obliga a cumplir con las exigencias de eficiencia y productividad si quieren ser competitivas, si bien, lo que las distingue del sector empresarial privado es que sus fines no son estrictamente el lucro sino el aseguramiento del interés de todos, cooperativistas socios y trabajadores, y en ese sentido son sociedades mucho más proclives a lo que en los últimos años viene en llamarse “economía del bien común”, es decir una economía ética de mercado que persiga la sostenibilidad medioambiental, generación de empleo de calidad, trato igualatorio entre hombres y mujeres, etc.
Algunos datos pueden darnos idea de la importancia actual de este sector:
En 2015, el conjunto de las cooperativas agroalimentarias de España generó producción por un valor de 28.000 millones de euros y aseguró ocupación a 97.000 trabajadores. En 2007 el empleo generado fue de 91.000 trabajadores, con un incremento entre ambos años, por tanto, de un 8,8%. Este dato es especialmente importante porque nos muestra como en los años de la Gran Recesión, las cooperativas, lejos de disminuir el empleo, lo han aumentado de forma significativa.
Esa es una de sus fortalezas, la mejor capacidad de adaptación a las crisis frente a la empresa privada, pero también marca uno de sus retos: seguir creciendo y generando valor en un entorno que no sea de estricta defensa frente a las amenazas.
Frecuentemente las cooperativas se ubican en el entorno rural y permiten la fijación de la población al territorio, evitando la despoblación.
Dese sus inicios, las cooperativas han asegurado la gestión democrática y participación en las decisiones del conjunto de los socios; por otra parte, la Ley obliga a que parte del excedente se dedique a actividades de formación entre sus socios y promoción de la información sobre sus actividades.
También forma parte del ADN cooperativo la cooperación entre cooperativas, buscando sinergias en la información compartida sobre métodos y procedimientos de producción, inmovilizados, etc. e incluso de absorción de trabajadores en el caso de coyunturas desfavorables en otras cooperativas.
Actualmente las cooperativas se encuentran representadas a nivel internacional por la Alianza Cooperativa Internacional, con sede en Ginebra.
¿Existen problemas? Claro. Desde mi punto de vista, el principal problema es la mentalidad individualista del socio que entiende la cooperativa como un ente que debe prestarle servicio, y del cual intenta obtener el máximo provecho, sin entender que, si a la cooperativa le va bien, al socio también le irá bien. Esto es especialmente relevante en el ámbito de las cooperativas agroalimentarias de productores. Las generaciones actuales de socios, directivos y staff están abordando este problema que ha arruinado la continuidad de buen número de cooperativas en nuestro país.
Pedro Gómez Mora. Miembro de ADES-CLM