Dejó escrito Vargas Llosa un año antes de romper con la Preysler: “Ya me olvidé del nombre de aquella mujer por la que abandoné a Carmencita. Nunca la quise. Fue un enamoramiento violento y pasajero, una de esas locuras que revientan una vida. Por hacer lo que hice, mi vida se reventó y ya nunca más fui feliz (…) Fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón. De esa pichula que ya no me sirve para nada, salvo para hacer pipí”. Pocos vieron señales que mandaba, pero las lanzó para quien quisiera comprender. Lo cierto es que la “pichula” se ha convertido gracias al peruano en la palabra de moda. Pocos significados como los órganos sexuales masculino o femenino tienen tantos significantes, aunque este yo no lo conocía. Es un término utilizado en Argentina, Chile y Perú. “Déjame que te cuente, limeño”, escribía más suavemente Chabuca Granda. Lo cierto es que la pichula se ha convertido en debate nacional y si son verosímiles o no las explicaciones del escritor. Sea como fuere, las suyas son, tan válidas como cualesquiera otras.
Me recuerda mi amiga Ava Cleyton, una de las mejores escritoras de comedia romántica actual, que Umbral hablaba del antropoide en Mortal y rosa, cima lírica de la prosa final del siglo XX. Entre un hombre y una mujer, siempre hay un antropoide en medio, decía el genio de la columna. Y la domesticación de ese antropoide es lo que viene en llamarse cultura. Repasando el texto, me encuentro con una frase sublime: “La melancolía del hombre adulto es una melancolía de domador”. Y en cierto modo es así, porque todo nuestro pálpito vital es desandar lo andado en un momento de la vida. Llega un punto en que no sabes si vas o vienes, si te encuentras de ida o de vuelta, si el antropoide funciona y se levanta la pichula, si solo la usas en fiestas de guardar o puedes seguir exhibiéndola sin más. La crisis de los cuarenta se resuelve pronto en los varones, cuando llega la época de los nunca… Tal y como me contó una vez María Dolores Pradera, “nunca me había dolido esto, nunca había padecido lo otro…”.
Sin embargo, el tormento de la vida es lo más parecido a una pichula fresca de mañana, enhiesta, vigorosa, con ganas de comerse el mundo. A veces sueltas el antropoide y asustas, pero son las señales de que estás vivo y al orbe le importas. El enamoramiento de la pichula no es por sí malo, ni tampoco bueno. Es lo que es, una maravilla de elixires, una mezcla de sabores, una piel mojada y húmeda. Ven, devórame otra vez, cantaba Lalo Rodríguez, recientemente muerto. Y la verdad es que cuando se enamora la pichula es un desgaste brutal, trepidante, de acoso y derribo permanente, un no parar a horas ni tiempos, una tormenta de medianoche varias veces en la madrugada. La pichula se desnorta y cae abrasada a un lado, mientras se abre paso la melancolía hasta las ganas que vuelven a doblar y sacudir la mañana.
La pichula no es mala y está ahí para ser utilizada. Un enamoramiento de pichula se frota y ya está. Otra cosa es el enamoramiento del alma, verdadero, exacto, que también se da y causa mayor quebranto. Dice Jabois en una entrevista que las veces que se enamoró en la vida fue como estar en mitad del escenario y ver de repente cómo te quedas solo y todos los focos miran hacia ti. Se encienden por completo las luces del universo y parecen dispuestas para ti y para la amante. Lo demás no importa, saltan los cerrojos, los resortes, las murallas. Como en el Cantar de los Cantares, escrito hace más de veinte siglos, la cervatilla va corriendo en busca de su amado, a beber de su fuente y permanecer en ella. San Juan diría después aquello tan hermoso de “estando ya mi casa sosegada”, que era como el remanso de los amores circulares satisfechos. Qué otra cosa va a ser la vida sino el amor.
García Márquez, el gran rival de Vargas Llosa en la Barcelona de los setenta, de quien recibió uno de los puñetazos legendarios de la historia de la literatura, decía que solo podía escribirse del amor y la muerte. Lo demostró muchas veces, aunque me quedo con El amor en los tiempos del cólera. Vargas Llosa, en cambio, me hizo disfrutar tanto con Pantaleón y las visitadoras, que me sorprende ahora su tropezón con la pichula. En cualquier caso, nadie puede robar ni llevarse lo vivido. La culpa es judeocristiana y vamos con ella, aunque otras civilizaciones y el hombre en su conjunto se vea acechado igual que la torre herida por el rayo. Lo más hermoso de un amor de pichula es haberlo disfrutado del éxtasis y los planetas al dolor mojado y silencioso. Si el enamoramiento es sincero, date entonces por jodido, pues entran a trabajar la física y la química al completo. Y la pichula funciona no solo con el látigo, sino también con la caricia.