Un ciudadano mira confuso y atribulado a su alrededor. Ve, analiza y contrasta lo que está pasando y le produce desasosiego. Siente sin definir como si la casa estuviera en llamas. Había entendido, en la extensión de sus años, que la diferencia entre autocracia y democracia consistía en que una resuelve sus conflictos con la imposición, incluso con la fuerza, y la otra a través del diálogo, de la comprensión, del acuerdo. Vive y deja vivir, como el titulo de película de James Bond, le parecía una buena forma de entender esos y cualquier otros tiempos. Sabía que con ciertos instrumentos –diálogo, concesión, renuncias, pactos- fue cómo pudo implantarse la democracia en su país y dejar atrás una guerra civil más una dictadura que había perseguido, exiliado, marginado a un número abultado de habitantes de ese país. Había comprobado que el manejo adecuado de esos instrumentos sirvió para que, a diferencia de otros países, en condiciones similares, el suyo transitara hacia la libertad, la pluralidad, la convivencia. Era posible sentirse orgulloso de ese país, su país, su patria compartida con otros como él y muy distintos a él. Mira a su alrededor y nada de eso parece existir. Tal vez sea una impresión desenfocada. La confrontación partidaria –esencia de la democracia– se ha enconado de tal manera que ha ahuyentado cualquier atisbo de acuerdo sobre los problemas que todo país tiene. Entre ellos, la convivencia entre territorios.
Contempla cómo hasta los jueces, en lugar de ser independientes de la política, se sumergen en ella con alevosía e incluso se posicionan contra las medidas que un futuro gobierno anuncia como posibles. Se posicionan contra una propuesta de amnistía, fórmula eminentemente política, para solucionar un conflicto en una parte de su territorio. Sí aún no se han publicado los textos, ¿cómo es posible colocarse contra algo que se desconoce? ¿Se oponen al Concepto o al Gobierno? Si fuera contra el Concepto no hubieran sido posibles otras amnistías, ni perdones, ni indultos diversos. Por ejemplo, una amnistía fiscal de la que nadie quiere hablar. ¿Qué produce más desigualdades la economía o unos derechos genéricos? Tampoco hubiera sido posible aquel dialogo fructífero que sobrevoló la historia pasada, amnistías por medio, y que cuajó en una Constitución avanzada. Sí lo que hacen es oponerse a un Gobierno, que aún no se ha formado, entonces, entonces, esos magistrados están haciendo política. Y sí no son independientes, ¿en quién puede confiar un ciudadano, no cínico, que necesita creer en los valores del Estado de derecho? ¿Cómo es posible que nada quede de aquel espíritu de concordia y consenso, de cesiones y renuncias, que alumbraron una democracia imperfecta, pero prometedora?
Es muy probable –se explica a sí mismo el ciudadano atribulado y confuso– que los descendientes de aquellos que dialogaron, renunciaron, pactaron, hayan olvidado los instrumentos que forjaron la democracia en la que ellos actúan. Es posible –se explica a sí mismo– que se ignoren los latidos y alientos que subyacen, explícitos e implícitos, en la Constitución, que algunos invocan. No han entendido nada de ella, solo se atienen a una literalidad instrumentalizada. El ciudadano confundido y atribulado se siente extraño en un país que, visto desde los medios de comunicación, se acerca al precipicio. ¿Cómo es posible que aún no se sepa que la convivencia solo se obtiene con el diálogo, el acuerdo y la cesión? ¿No ayudan a entender, no ya la propia historia, sino las experiencias destructivas que se están empleando en lugares próximos? Se mira a sí mismo, confundido, desasosegado, y sueña que es un cordero. A distancia confusa se intuyen alimañas borrosas. Nadie quiere imaginar cómo puede terminar el relato. Aunque pueden ser desenlaces distintos.