La derecha política ha descubierto que es inmune a los efectos de la corrupción. Nadie cambia su voto en la derecha, mientras la izquierda, remilgada, duda si pasarse al bando contrario. Ha descubierto que es inmune también a las consecuencias de utilizar la administración pública para espiar a sus adversarios interiores por robos a la organización y para desacreditar a partidos de la oposición.
Por ambos acontecimientos el PP debería haber desparecido varias veces. En democracias normales ocurriría. Aquí continúan su marcha incansable hacia el poder como si nada hubiera ocurrido. Claro, que cuentan con poderosos aliados: los jueces y los medios de comunicación. Los jueces trocean las causas, dilatan los tiempos, emiten sentencias surrealistas. Actúan como cortafuegos, como cómplices enmascarados y, en nombre de la independencia judicial, construyen una realidad jurídica alternativa. Los medios ignoran, ocultan disfrazan o inventan directamente la realidad informativa.
Leer, escuchar, o ver medios informativos supone caminar directamente hacia el precipicio de la desinformación. Con tales comportamientos no hay forma de acabar con la corrupción, y el ciudadano medio llega a creer que ese es el objetivo fatal de la política. En conclusión, quienes les votan son como ellos, como esos que a lo largo de la breve democracia española han llenado los juzgados de pleitos, han empleado las Administraciones públicas para sus fines partidarios o han beneficiado con el dinero público a amigos, conocidos o simples arribistas.
En ese estado de desorientación cívica se elige a los gobernantes no en función de los programas o propuestas, sino entre el zumbido de las emociones cotidianas que crean los grandes agitadores desde sus púlpitos mediáticos. Ingrediente básico de la agitación es presentar al presidente, que se quiere derribar, como un sicópata, un tipo ambicioso, aferrado al poder y un mentiroso patológico.
Lo pueden leer en los diarios nacionales o provinciales todos los días. Sobre tales parámetros se construye el perfil borroso del presidente. Se difumina al adversario y surge, en su lugar, el monstruo amenazante, sin rasgos humanos, el gran destructor de España. Una España, por cierto, que solo existe en su fantasía propagandística. La derecha actual se acerca, cada vez con menos rubor, a los modos y maneras del populismo trumpista. No citaré a la presidenta de la Comunidad de Madrid, porque ella ha confirmado su orientación, pero eso se ha trasladado el PP nacional.
Con clara intención mentirosa se dijo que los impuestos los quería el gobierno para sí mismo. Con mucho desparpajo se denuncia una hipotética conspiración para alterar los resultados electorales en las siguientes elecciones. O se divulga que los impuestos extraordinarios a la banca y las energéticas, lo pagarán los ciudadanos. Con el mismo cinismo, solo que en la variante hispana, se ha empleado el terrorismo de ETA –un debate cultural que se critica en la izquierda, pero no en la derecha- en las intervenciones del Estado de la Nación.
Nadie en el PP pretendía analizar la situación actual de pandemia y guerra en Europa y sus consecuencias, que era el objetivo del debate. Y para rematarlo el presidente ha anunciado impuestos transitorios a las empresas energéticas o a la banca, medidas que ya se han aplicado en otros países, sin que por eso sean radicales irredentos. Por estos derroteros han ido los debates de la última semana en la que las medidas del gobierno para la gran mayoría se han diluido entre el ruido chirriante de un patriotismo rancio y la ignorancia de una realidad tan cambiante que nadie puede prever lo que sucederá mañana.
Da igual. Todo se acumula en el cajón del malestar confuso, que agobia al ciudadano, para seguir preparando el acceso a la Moncloa. La ambición dorada y permanente de la derecha patria.