Política contra teatro
El presidente, señor Sánchez cree, o eso es lo que parece, en la Política como tratamiento adecuado para el conflicto de Cataluña y otras derivas territoriales. O es un ingenuo o un discípulo aventajado de Maquiavelo. En Cataluña, en cambio, prefieren el teatro en cualquiera de sus modalidades: tragedia, comedia, farsa, drama o zarzuela. El nacionalista Torra elige un teatro con aforo controlado para presentar un discurso ambiguo y epiceno. Tanto él como el personaje de Waterloo (es preferible ABBA, no admite la comparación) prefieren la escenografía, la tramoya, el trampantojo. La política, como propone el nacionalista español, señor Sánchez, resulta tan aburrida como la de Rajoy. Con la diferencia de que este encomendaba la solución a los poderes terapéuticos del tiempo y el actual presidente insiste tozudamente en el valor de la política como instrumento para resolver conflictos. La política carece de focos, no desprende glamour. Para los españoles, nacionalistas o no, el recurso a las posibilidades de la política debiera ser la propuesta a defender frente a los nacionalistas catalanes, se consideren españoles o no, que ningún sustantivo debiera considerarse esencialista.
El discurso esgrimido por los nacionalistas catalanes ha consistido en hacer creer a los menos avispados, nacionales o extranjeros, que los nacionalistas españoles son fascistas, dictatoriales, antidemocráticos. Ellos, por el contrario, las víctimas democráticas de unas fuerzas represoras. El texto lo ensayaron con Rajoy y más de uno picó el anzuelo. Ahora, ya sin Rajoy, continúan con el mismo discurso, aunque el nuevo presidente haya introducido la variable de la política. Se comportan en apariencia como si nada se hubiera movido. Así que el desfase es evidente. Tal vez lo del teatro, aplaudiéndose entre ellos, no sea más que la constatación de la desubicación en la que se encuentran. La gestión política es monótona, hay que negociar, nadie adquiere el perfil de héroe, todos son villanos. O teatro o conflicto, proclaman. En el teatro todo es representación, caras amables, apariencias felices. En la política el diálogo es aburrido, tenso, y lo que queda al margen son miserias y actitudes miserables. No hay épica. Y, sin épica, los nacionalismos se destiñen.
Mejor, el teatro. De hecho ni se convoca al Parlament, expresión democrática de la voluntad popular, que los nacionalistas catalanes utilizan a discreción, que llaman democrática. Y cuando en el Parlament presentaron su proclamación de independencia se realizó sin debate. A continuación se desmintió. Alguien, consejero/a, llegó a afirmar que la proclamación había sido una broma. Esa es su concepción del parlamentarismo. Tampoco en el Parlament hay brillos o neones favorecedores. Lo que se dice queda escrito, todos se retratan. Se muestran las discrepancias, esencia de la democracia. Aunque estamos aprendiendo, por las prácticas de los últimos años, que esto de la secesión y la independencia no va de democracia, va de escenografía y propaganda para consumo de fieles o indocumentados, nacionales o extranjeros, sobre todo extranjeros. De ahí lo de la “internacionalización del conflicto”. Pero siempre presentado de manera teatral. El escenario aporta drama, grandeza, heroicidad, la política, no. Se invocan las costumbres, la tradición, las raíces, los ancestros milenarios. Puro material de leyenda. Romanticismo decimonónico, de novela histórica del XIX o, en una concesión generosa, hasta de ópera de Wagner.