Lo vemos a diario, cuando se presenta una nueva tecnología, aunque no supongo ninguna revolución, la forma en que la gente acoge la noticia suele verse afectada positivamente por el hype y el marketing relacionado con el producto o servicio en cuestión. Algo parecido ocurre en sentido opuesto cuando se afronta cómo afecta esta innovación a la privacidad, y con tanto alarmismo suele crearse una atmósfera de rechazo y negatividad hacia el producto y la propia marca responsable.
Mientras que, por lo general, nunca suelen materializarse al 100% las expectativas creadas por la publicidad del producto, tampoco suelen hacerlo los peligros relacionados con la adaptación de nuevas tecnologías en la sociedad. Y aunque esta tira y afloja parezca seguir la tercera ley de Newton, por suerte son muchas las ocasiones en las que la innovación se antepone al inmovilismo, y tras el pánico llega la aceptación.
Este ciclo de pánico y aceptación puede desacelerar la innovación y la adaptación de nuevas tecnologías. Sin embargo, es cierto que algunos avances han desafiado nociones básicas de privacidad o incluso han llegado a presentar verdaderos riesgos para los consumidores. En la medida en que estos riesgos son legítimos, deben afrontarse con entereza y no verse afectados por el pánico o el alarmismo público, como ya ha ocurrido en más de una ocasión…
En 1888, el empresario e inventor George Eastman, presenta la cámara Kodak, la primera cámara portátil a un precio asequible para deleite de aficionados a la fotografía de todo el mundo. Esta tecnología permitiría realizar una serie de fotos en cualquier lugar, y repetir la experiencia cuantas veces se desee previo paso por las manos de la compañía para el conveniente revelado y recarga del carrete. Un avance inconmensurable que nos ha llevado al día de hoy.
Pero como toda innovación, la cámara Kodak presentaba un desafío cultural sin fácil solución que llevó al pánico a gran parte de la sociedad: enfrentarse a la posibilidad de ser fotografiado sin consentimiento propio. Cualquiera de los muchos early adopters podía salir a la calle e inmortalizar aquello que creyera que merece la pena, exponiendo con ello a miles de victimas furiosas que verían su privacidad comprometida hasta límites impensables en aquellos tiempos.
Afortunadamente, esta histeria fue decreciendo año tras año conforme la tecnología era adoptada por un creciente número de usuarios. Llegó el momento en el que llevar consigo una cámara portátil pasó a ser algo habitual, lo que en cierta medida incentivó a la sociedad a desarrollar sus propias normas de adaptación social, con sus más y sus menos, ante tal situación.
Volviendo a nuestros tiempos, pronto podríamos vernos inmersos en una situación similar (si no lo estamos ya). Con la presentación de Google Glass (allá por 2012) millones de personas se echaban las manos a la cabeza, unas por cuestiones estéticas o funcionales (no en vano), otras, por miedo y/o desconocimiento sobre lo que este wearable podría desencadenar. La alarma social llegó hasta el punto de utilizar el derecho de admisión ante todo individuo equipado con las gafas de realidad aumentada, antes si quiera de ser un producto accesible.
En vista de que el reguero de noticias sobre Google Glass no para, y el creciente catálogo de smartwatches disponible a día de hoy, estoy convencido de que tarde o temprano tendremos que admitir que los wearables han llegado para quedarse, y con ellos, tarde o temprano tocará desperezarse y afrontar, una vez más, un nuevo proceso de adaptación social.