Al ver mi nombre en la portada, en letras de molde, y más aún al ver que los críticos reseñaban mi libro en los suplementos culturales y que los lectores lo compraban en número no pequeño, me asaltó una duda que, acaso, haya asaltado también alguna vez a más de un escritor: ¿no seré un impostor?
Kafka cuenta en su diario que, de niño, tenía un sueño recurrente: el director de su escuela entraba en el aula en que él se encontraba, decía su nombre en voz alta, obligándole a identificarse, y, una vez reconocido, para escarnio de sus compañeros —pero sobre todo de sí mismo—, le recriminaba: pero ¿cómo ha logrado usted llegar a este curso sin saber absolutamente nada? Se trata de una fantasía muy kafkiana, desde luego, pero algo similar viví yo ante la visión de mi primer libro impreso: “Les he engañado a todos”, pensé. “Ahora creerán, inevitablemente, que soy escritor.”
Este sentimiento de, digamos, impostura profesional me ha acompañado hasta hace pocos años, y no solo en los logros que haya podido tener en el desarrollo de mi vocación literaria, sino también en los de la sacerdotal. En efecto, a menudo, mientras decía la misa, y mucho más aún mientras confesaba, pensaba para mí: “también este pobre hombre, o esta pobre mujer, cree que soy un verdadero sacerdote”.
[Pablo d'Ors, por una literatura de la luz: "Rompo una lanza en favor de los libros de autoayuda"]
Lo que esto quiere decir, en último término, es que nunca me he identificado plenamente ni con la función de novelista ni con la de clérigo, que consciente o inconscientemente me escapaba de estos moldes, y que estas escapatorias, ese visceral no querer ajustarme a lo que se espera de lo que se llama un hombre de letras o un hombre de iglesia, es —así lo veo ahora— lo que me ha salvado como persona. Alguien más sabio que yo me decía en mis adentros que todo aquello era un juego, una representación. Y yo siempre he sido, ciertamente, y eso desde niño, un gran actor.
"Les he engañado a todos", pensé. "Ahora creerán, inevitablemente, que soy escritor"
Cuando empecé a tomar parte de los primeros foros literarios, allá en el 2001, por ejemplo, cuando me invitaron a la Feria del Libro de Buenos Aires, tuve clara conciencia de que acudía para representar un papel: el de un escritor con un prometedor futuro. Aprendí entonces —como tuve que aprender diez años antes con ocasión de mi ordenación presbiteral— todos los rituales con los que debe estar familiarizado un hombre de letras: el vestuario informal —que conviene lucir en las comunicaciones y conferencias—, la importancia de dar una imagen desenfadada y segura en las ruedas de prensa, la necesidad de hablar dando permanentemente posibles titulares, para facilitar así el trabajo de los periodistas… En fin, todo. Porque la religión tiene sus rituales, por supuesto, pero también los tiene la industria literaria. Todo aquello me divertía mucho. Yo había estado durante varios años llamando a la puerta de la literatura y, finalmente, se me había abierto y podía acceder a la fiesta.
A una fiesta se va a disfrutar, por supuesto, y yo disfruté, no lo niego. Pero luego, cuando volvía a la soledad de mi habitación, experimentaba lo que suele experimentar todo aquel que acude a fiestas, sean literarias o no: un profundo vacío. Aquello era lo que estaba en torno a la literatura, o al menos a la literatura oficial, pero no la literatura misma. Porque la escritura es un oficio privado, bastante humilde, por cierto, y frecuentemente ingrato. Así que todo el boato de aquellas fiestas era solo un festival de luminotecnia para engañar a los ilusos. Claro que también es bonito ilusionarse, al menos durante algunos años. Esa literatura oficial, como la he llamado, es al fin y al cabo un asunto de vanidades que, por fortuna, con los años dejó de interesarme. Maduré. Y si madurar es difícil para todos, mucho más lo es para un escritor: un oficio que tiene a sus seguidores permanentemente enamorados de su adolescencia. Sé lo que me digo, y los escritores que lean estas páginas también lo sabrán. El escritor debe morir a sí mismo para que nazca una obra duradera.
Pablo d’Ors (Madrid, 1963) es sacerdote y escritor. Autor de Biografía del silencio (Siruela, 2012), su último libro es Los contemplativos (Galaxia Gutenberg, 2023).