Todas y cada una de las veces que he encontrado algo dentro de un libro –una entrada de cine, una foto, una nota, la hoja de un árbol a modo de recuerdo, un punto de lectura, incluso– he sido consciente, con sorpresa, del mundo compacto y silencioso que guardan las páginas. Es fácil recorrerlo cuando es un volumen abierto y la atención accede a la evidencia, pensar que estamos en él indefinidamente, que lo que leemos jamás se nos olvidará –como sucede con todo, claro, porque en ese engaño feliz consiste el tiempo presente–. Pero también, y más que nada, perdemos en los libros, al cerrarlos, las cosas que creímos aprender.
Por eso casi siempre, durante la lectura, subrayo frases que me parecen memorables, y ahí está la contradicción, en su inevitable extravío entre iguales en el laberinto de esas marcas. No sé si de ellas aprendo algo o solo me gustan por lo rotundo de su ritmo y de su idea. Habrá quien piense que necesitamos que esas frases sean menos parecidas al ahorro y más a las monedas: de uso corriente, en continuo trajín de mano en mano, resistentes y con un valor tan escaso que apenas temblamos al perderlas. Así me gusta imaginar los refranes, esas toscas joyas de la sabiduría popular. Pero ellos, como las monedas, también se gastan y nos quedamos con las palmas de las manos vueltas hacia el cielo en busca de algo de valor.
Es curioso entonces cómo en torno al propio carácter de los libros hemos fabricado –y heredado y repetido– una cadena de casi-refranes, un conjunto de tópicos que a los propios volúmenes les sonrojaría. "La lectura es un viaje", "Los libros nunca decepcionan", "Leer nos hace mejores personas". Son verdades a medias, planas, aparentes, con muchas aristas si les permitimos dimensionar. Porque hay veces que los árboles no nos dejan ver el bosque y nos perdemos en las minucias, pero hay otras, como esta, en las que la sentencia funciona por su forma contraria y es el bosque el que no nos deja ver los árboles. Cómo no pensar que hay algo peyorativo en perderse en el detalle, cosa que por suerte a mí ya no me aflige desde que leí a Brian Dillon ejerciendo una labor de microscopio literario.
Sonrío cada vez que encuentro una marca de lectura en los libros de la biblioteca. Como una llamada de socorro o un guiño de complicidad
Después de veinticinco años copiando frases ajenas en sus libretas, ha escrito Imaginemos una frase (Anagrama, 2022), con veintisiete citas a partir de las que desarrolla un breve ensayo y que yo suponía categóricas, iluminadoras. Pero nada de eso, él sucumbe a un subrayado diferente, el de oraciones que por alguna razón un tanto obtusa han llamado su atención, frases que no son tan inolvidables como reveladoras de un carácter, el de la escritura de cada autor. Su lectura es, en efecto y como todas, un recorte ("Amontonamiento de papeles, fragmentos de delirio carcomidos por el polvo", de Fleur Jaeggy, o "Siguiente, arriba: por toda la casa, color, brío, tesoros improvisados en feliz pero anómala coexistencia", de Joan Didion). Y mi interés en entender qué le fascinó está muy vinculado a un gusto impopular: sonrío cada vez que encuentro una marca de lectura en los libros de la biblioteca, un subrayado incomprensible y tembloroso de alguien que ha leído eso antes que yo. Como una llamada de socorro o un guiño de complicidad anónima. Y ahí hay valor de cambio.
Puede que los refranes no transmitan un gran conocimiento, sino más bien –y no es poco– la confirmación de qualguien ya ha estado ahí, esa forma de la experiencia que consiste en contarla. Queda quizá una sabiduría por reinventar: inesperada, misteriosa, compartible. Como en aquella cita de Shakespeare: "Oh, oh, oh, oh".