A contemplación del documental Icónica Chamorro de Manel Arranz y Anna Solana, sobre la figura de la (¿cómo denominarla?) animadora cultural y presentadora televisiva de los años ochenta y noventa Paloma Chamorro, lo que deja es un poso de melancolía. Con su característico cardado afro como de los Picapiedra, su corta estatura y sus labios pintados de bermellón intenso, Paloma Chamorro fue ante todo un espíritu libre y curioso, volcada hacia el arte moderno, que obró el milagro de inyectar una rendija de aire fresco, transgresor y vanguardista en la caverna ideológica de la televisión pública. Cultivó la amistad con Robert Mapplethorpe, Keith Haring, Julian Schnabel, David Hockney y visitó a Andy Warhol en The Factory.
Que en semejante páramo existiese un programa tan glorioso como La edad de oro (1983-1985), por el que desfilaron los principales creadores musicales de aquellos tiempos, todos ellos de primer nivel, y que muchos jóvenes de entonces descubríamos con asombro y gratitud, supuso un baño de modernidad para quitarse el sombrero.
La revolución contracultural que pudo ser y no fue; una más.
Comparar aquello con el feísmo de las parrillas televisivas actuales da idea del nivel de degradación alcanzado. Y la reacción cavernícola contra ella de las fuerzas retrógradas de este país, tanto de derechas como de izquierdas –del Opus Dei a Marx, tanto da–, escandalizadas por todo, llevándola a juicio por blasfemia, logrando censurar primero el programa y marginarla después (terminó sus días retirada en un chalet de Robledo de Chavela, donde murió de un fallo cardiaco en 2017 a los 68 años), es la razón que explica ese sentimiento de melancolía que impregna el documental. Con todo, un homenaje justo y necesario a una mujer admirable.
También hubo mucho sufrimiento en la cultura de la Transición. No todo fueron irresponsables fuegos de artificio pop
Por esa misma época desarrolló su obra la pintora Patricia Gadea, a quien el museo Reina Sofía dedicó hace años una retrospectiva titulada Atomic-Circus, comisariada por Virginia Torrente: “Me atraen los colores luminosos de las máquinas tragaperras. Me fascinan los envoltorios de las naranjas, las contraportadas de los libros, la publicidad de los mecheros. [...] Veo la pintura como un campo de minas. Me gusta la sensación del momento, el riesgo de mi historia real. [...] Ironizar sobre los distintos lenguajes y las imágenes dislocadas”.
Sus pinturas y collages figurativos de los años 80, con esa mezcolanza absurda de personajes de cómic (de Francisco Ibáñez, para más señas), siguen manteniendo su frescura retadora, pese a los años transcurridos, a diferencia de otros pintores coetáneos mucho más jaleados por la crítica pero cuyos cuadros con tropezones han soportado mal la prueba del tiempo.
Las trayectorias paralelas de Paloma Chamorro y de Patricia Gadea, entre otras, plagadas de dificultades y tensiones, sirven para desmontar ese tópico de la “cultura de la transición” (CT), hecho con intención despectiva, según el cual la mayor parte de la producción cultural de los años ochenta en España fue frívola, acrítica y despolitizada. Abundan pruebas de lo contrario. También hubo mucho sufrimiento, no impostado, sino real.
Las respectivas intervenciones de Chamorro y Gadea en el campo cultural demuestran que durante la llamada “movida” –un término inventado por los medios, pues sus protagonistas preferían el de Nueva Ola– no todo fueron irresponsables fuegos de artificio pop, botes de Colón, tacones lejanos ni Coca-cola para todos y algo de comer. También hubo miradas incisivas procedentes de una condición femenina herida, rayada, rota, bajo cuya ironía feroz latían gérmenes autodestructivos culminados en el caso de Gadea en toxicomanía y suicidio.