Faltaban unas pocas semanas para que se firmara el armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, cuando Winston Churchill, por aquel entonces ministro de Municiones, mantuvo un encuentro con el notable poeta Siegfried Sassoon, soldado condecorado por su valentía en el frente y, a pesar de ello o quizá por eso mismo, un ferviente pacifista. En un determinado momento de la conversación el político, que se paseaba por la sala fumando un imponente cigarro mientras llevaba a cabo una ardorosa defensa del militarismo, se volvió hacia su interlocutor y, según su testimonio, declaró en un tono categórico: “La guerra es la ocupación natural del hombre…” Y acto seguido puntualizó: “la guerra y la jardinería”.
Tras nueve largos meses de un inverosímil conflicto armado en Europa, parece legítimo preguntarse si el impulso de conquista es inherente a la condición humana. Al instinto agresivo, que se manifiesta en los enfrentamientos violentos, se contrapone la innata predisposición a cuidar que inspira la jardinería. Nada parece más opuesto a un campo de batalla, sembrado de cadáveres, que un vergel cultivado con mano experta. Así lo da a entender Rebecca Solnit, cuando escribe en Las rosas de Orwell: “Si guerra tiene un antónimo, quizá sea jardines”.
El hecho de que, desde los albores de la civilización, los humanos se hayan esforzado en convertir un trozo de tierra en un edén evidencia su necesidad de concordia, equilibrio y seguridad, sometidos como están a la continua tensión entre su destino mortal y su voluntad de permanencia, entre su temor al caos y su deseo de orden, entre el desvarío de sus instintos y el poder de su razón. Pensándolo bien, el jardín es un símbolo de la paz más convincente y universal que la paloma y la rama de olivo.
Nada parece más opuesto a un campo de batalla, sembrado de cadáveres, que un vergel cultivado con mano experta
No obstante, habría mucho que hablar sobre si los paraísos terrenales que creamos escenifican una parábola sobre el reencuentro del ser humano con la naturaleza, o del dominio de esta por aquel. Tan cierto como que el jardín puede ofrecer instructivas y reveladoras lecciones de humildad, paciencia y tesón a quien esté dispuesto a recibirlas, es que en su cuidado se entremezclan y confunden los gestos de afecto y crueldad. Podar setos, tutorar árboles, arrancar vástagos tiene mucho de doma y control.
El arte del jardín se debate entre el afán de imitar la naturaleza y el empeño de someterla a unos cánones estéticos. La manera en que cada época ha concebido esos espacios cultivados revela tanto su visión de una buena vida como su singular relación con la tierra.
Este viejo aforismo compendia toda esa sabiduría jardinera: “la cerca hace al jardín”. Tampoco está de más recordar que “la noción de límite” constituye el principio rector del pensamiento ecológico. Si se pudiera resumir su ideario en una sola frase, esta podría ser: el jardín planetario posee unos límites biofísicos que impugnan el dogma del crecimiento indefinido. Tras el espejismo del progreso perpetuo, nos estamos aproximando peligrosamente al borde del precipicio. No hace falta ser un futurólogo para adivinar los desastres que nos aguardan, si rehuimos hacer lo necesario para mitigar el cambio climático antropogénico.
Cuanto más demoremos actuar decididamente, más dolorosa y costosa será la conversión de una civilización de los hidrocarburos en otra de la inteligencia ecológica. Los jardines pueden ayudarnos a imaginar otra forma de relacionarnos con el planeta no basada en la rapiña, el consumismo desmedido y la extracción irresponsable sino en el cuidado, la veneración y el conocimiento. Antes de que atravesemos el umbral de un calentamiento irreversible y se encuentre fuera de nuestro alcance decidir nuestro futuro, escuchemos su promesa de un mundo en paz y en armonía.
Santiago Beruete (Pamplona, 1961) es antropoólogo y filósofo. Autor de Jardinosofía (2016), novelista y poeta, su último libro es Un trozo de tierra (Turner).