"¡No somos animales, somos humanos!", exclama la manifestante. ¡Ay!... Incrustado en la lengua, el trato recibido por los (otros) animales a lo largo de los siglos. "No somos animales", dice, sin darse cuenta de que, con esta expresión, está justificando el comportamiento de una especie incapaz de respetar a los otros compañeros. Calificamos de "inhumanos" los comportamientos que nos repugnan y utilizamos el término "humanidad" como sinónimo de generosidad y empatía cuando de sobra sabemos que lo que nos caracteriza es precisamente todo lo contrario, que lo que llamamos compasión no es privativo de nuestra especie, mientras que sí lo es su grado de crueldad y el olvido o la desestimación de las leyes naturales, que cuanto "más humano" sea nuestro mundo, mayor será el desequilibrio producido y más rápido el progreso hacia la entropía.
Homo sapiens obliviosus. De muchos saberes y poca memoria. Olvidado del origen de su lenguaje tanto como de su pertenencia, no recuerda que la palabra "humano" proviene del latín humus, que significa "tierra". El humus, el suelo, no es algo que nos pertenezca, sino algo a lo que pertenecemos. Y es lamentable que en palabras como "humanismo" la conciencia de ese suelo común se nos pierda.
Las palabras no son inocentes. Llevan un lastre. Cuando pensamos, lo hacemos con palabras que lo acarrean. Tal como hablamos, pensamos, y tal como pensamos, actuamos. De modo que, dependiendo de las palabras que utilicemos, así será nuestro mundo. Cuando hablamos de humanismo separamos lo humano del resto del universo, situamos nuestra especie en la cúspide de nuestras taxonomías y obstaculizamos las vías que pudiesen ayudarnos a construir un mundo nuevo.
Utilizamos el término "humanidad" como sinónimo de empatía cuando lo que nos caracteriza es lo contrario
Será necesario aprender a pensar de otro modo, y no son pocas las voces que, desde distintos sectores de las ciencias, nos instan a trabajar en ese sentido. Elaborar cuadrantes de interacciones en vez de clasificaciones jerárquicas, mapas de mutuas prestaciones en vez de códigos filogenéticos o de simples hibridaciones. Adoptar perspectivas reticulares, tentaculares incluso. Tomar al pulpo, por ejemplo, como medida: un sistema nervioso complejo no centralizado y con una enorme capacidad de aprendizaje. Nosotros, los humanos, que tanta dificultad tenemos en poner de acuerdo las dos manos para tocar una fuga al piano, ¿no deberíamos preguntarnos cómo hace el pulpo para coordinar sus ocho tentáculos, realizar sus síntesis y procesar la información?
"Pensar como pulpo", como sugería la filósofa de la ciencia Vinciane Despret, nos llevaría quizás a otro punto de partida. Estamos acostumbrados a pensar en términos de individuos pero, bióticamente, no existe el individuo. Todo organismo es a su vez una galaxia, una complejidad simbiótica. Cada cuerpo es un ecosistema –o un holobionte, como lo llamaba la bióloga Lynn Margulis: un todo (holos) viviente (bios)– integrado en otros ecosistemas.
Pensar a partir de otras bases significa hacer preguntas distintas, que no concuerdan, por lo general, con los medios de experimentación al uso. Preguntas inconvenientes, preguntas que desafíen no sólo las prácticas habituales, sino también la manera de interrogarnos, especialmente en medicina, pues, si seguimos obviando las relaciones de los cuerpos con lo que se ha llamado "medio", seguiremos atendiendo al síntoma y añadiendo al desorden otros desequilibrios.
Quiero insistir, por eso, en la necesidad de integrarnos a lo diferente (y no a la inversa), pensar no a partir de lo que nos distingue sino a partir de lo que nos asemeja radicalmente: la tendencia perpetua de los cuerpos a desorganizarse para reorganizar, de otro modo, el todo al que pertenecen.