Cuando Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) terminó su trilogía sobre la escritura y la lectura literarias (formada por La parte inventada, 2014; La parte soñada, 2017; y La parte recordada, 2019), tuvo que sentirse exhausto. Esas casi dos mil páginas habían forzado la sintaxis, la temática y las recurrencias referenciales típicas de su obra anterior hasta extremos insospechados. Acumulación tras acumulación, bucle tras bucle, Fresán acababa por colocarse en una tesitura (casi) imposible: ¿qué podía escribir después? La misma trilogía, en un juego de espejos personaje-autor al que Fresán niega carácter auto-ficticio, situaba al protagonista en una nueva condición, la del excritor.
Por eso, para los lectores fieles del autor, Melvill tiene un ingrediente contextual intrigante: ¿cómo habrá resuelto el reto del día después? Pues bien, la fórmula es inteligente y, por así decir, mixta: esta novela sigue siendo netamente fresaniana, sin miedo a reiterar tropos y obsesiones constantes como los cameos de The Beatles o Battiato, los pliegues del tiempo y de las ficciones sobre sí mismos, la (auto)referencialidad, la musicalidad expansiva de la prosa… Pero su marco histórico le otorga texturas y matices nuevos al universo-Fresán, además de cabalgar la onda expansiva de la trilogía previa en vez de negarla o achantarse.
En este sentido, quienes creemos en el placer de la fidelidad (inquisitiva) al recorrido de un autor disfrutaremos de lo lindo con la filigrana de Melvill, un proyecto que ya se mencionaba en la trilogía y que ahora se ha convertido en un libro que podría ser un guiño al #fandom si no fuera por su intensidad dramática y su plena autonomía.
Melvill es el padre de Herman Melville, autor de Moby Dick y personaje desconcertante. Si hablamos de rigor histórico, apenas se sabe nada de Melvill: ciertas borrosas conexiones con Europa, un espíritu comercial fallido, una muerte en cama con las facultades mentales perturbadas. Y poco antes de esa muerte, una caminata a través del río Hudson helado.
Un viaje de vuelta a casa
De su hijo, por supuesto, sabemos más: su relación ambigua con Nathaniel Hawthorne, su escritura “espermática”, y su largo silencio final que lo convirtió durante años en excritor (que sigan los juegos de espejos). Este material, no siempre transparente ni cómodo, le sirve a Rodrigo Fresán para construir dos voces portentosas, hilvanar tramas que van de lo vampírico a lo introspectivo, y relanzar su estilo en busca de nuevas aventuras.
Si la obra del argentino puede leerse como una única frase infinitamente poblada de derivas y subordinaciones, Melvill supone un relanzamiento hermoso. En su núcleo, late una indagación íntima en torno a la paternidad, quiero decir, sobre encarnar la figura del padre y también sobre ser el hijo de un padre. Es una novela atravesada por un halo romántico o gótico, pero esencialmente hogareña en sus revelaciones finales: en cierto modo, narra un viaje de vuelta a casa. O, por parafrasear un aforismo de Cristóbal Serra, Melvill pasea sobre el hielo… Y sale candente.