Una miniserie biográfica de televisión y la reposición de algunas de sus películas han devuelto a Lina Morgan a la actualidad popular. Era una mujer razonadora, bien organizada, seria y constructiva, de simpática belleza sin alardes. Y muy inteligente.
Fue artista de revista musical y supo pulir su educación hasta convertirse en una gran señora. Por la forma de vestir, de hablar, de expresarse alternaba con la más alta sociedad de forma natural. Su buena educación en el mejor sentido de la palabra era irreprochable.
En una clínica de Barcelona, donde se curaba la vista, conoció a Juan III, al que acababan de operar de varices. Visitó al viejo Rey en su habitación y le hizo disfrutar con su gracia inacabable. Don Juan le devolvió la visita y mantuvo con ella una relación sincera y espontánea.
Su sencillez, su falta de presunción, su sentido de la realidad, la habían convertido en figura esencial de los escenarios
Su popularidad fue inmensa. Asistí a su lado a muy varios actos públicos y me di cuenta de hasta qué punto el pueblo llano la admiraba y la quería. Su sencillez, su falta de presunción, su sentido de la realidad, la habían convertido en figura esencial de los escenarios. Compró, administró y dirigió un gran teatro y vivió siempre ajena a envidias y rencores.
Vicente Zabala, el mejor crítico taurino que dio el siglo XX, la admiraba y se sentía orgulloso de llevarla a los toros. “Es una esponja –decía–. Todo lo absorbe. Siente la fiesta y sobre todo la entiende en su dimensión cultural”.
La reuní en la cena del Premio Valle-Inclán, 2008, con las tres grandes de aquella época dorada: Sara Montiel, la estrella; Carmen Sevilla, la simpatía permanente; Concha Velasco, la calidad. Me di cuenta de que superaba a las tres. Incluso las desbordaba en popularidad. Su nombre en los carteles del teatro de La Latina, en las salas de cine, en las series de televisión convocaba a lo más sólido del público español.
La larga, la intensa amistad que tuve la suerte de mantener con ella careció de fisuras. En el teatrillo que monté en el sótano de mi casa, el teatro Pablo Neruda, interpretó para un grupo de amigos algunas de las escenas de sus obras. Se comía también el pequeño escenario.
Un día, durante un almuerzo tranquilo en el ABC verdadero, me dijo: “He superado el cliché de la vedete de revista, pero me falta hacer una obra dramática exigente. Y he pensado que sería estupendo interpretar una comedia de Antonio Buero Vallejo. Es el mejor. ¿Por qué no me ayudas?”. Demostraba una vez más su sólida inteligencia. Así que hablé con Buero, que se resistió tal vez porque la seriedad con que abordaba su trabajo “le impedía frivolidades”. “No me gusta perder el tiempo”, me dijo con crudeza.
Buero Vallejo es, tras Calderón de la Barca, el gran nombre del teatro español y no me olvido ni de Lope ni de Valle. Por fin conseguí llevarle al teatro de La Latina. Se quedó deslumbrado. “Es un charlotito –me dijo al salir– , una actriz descomunal. Tenías razón. Desde la forma de andar hasta la expresión de los ojos y los ademanes le hacen pasar la batería como un misil. Es como Charlot”.
Visitamos Buero y yo a Lina Morgan en su despacho del teatro La Latina, las paredes cubiertas con las portadas de ABC y Blanco y Negro en las que fue protagonista. El inolvidado Buero Vallejo le ofreció prematuramente un papel en Las trampas del azar. Rectificó enseguida y anunció que escribiría una obra especial para Lina Morgan, lo que significaba la conquista del teatro de calidad, del teatro intelectual, al que aspiraba.
Pero la muerte del dramaturgo le impidió cumplir su promesa. Buero Vallejo cruzó la oscura penumbra del más allá sin aspavientos y nos dejó a todos huérfanos del teatro profundo con el que aquel hombre, condenado a muerte por el dictador Franco, vertebró su vida entera.