Sobre la misma tierra, desde el primer instante de la cólera, el poeta evoca a la madre asesinada por un mundo de hombres que violan el sentimiento femenino. Fernando Valverde sabe que toda mujer lleva, dentro del corazón, un hijo dormido. Los labios mienten y rezan de la misma manera. Quien esté libre de pecado que lance la primera palabra. Y no se equivoca el poeta al escuchar la voz de la serpiente redimida cuando la madre espera en el vientre de la tierra y el lector se despedaza al escuchar su vida. Al mundo le envuelven entonces los misterios y las incertidumbres.
Como su vida entera, como su vida rota, el dolor quiebra los poemas, esos poemas que quieren ser versos y apenas son ladridos. Abre con ellos el mar para el camino de la madre lejana y sola. Estamos ante la hora de los peces dispersos mientras las estrellas escalan por el cielo “hacia una soledad tan infinita que solo con la ausencia es abarcable. La prisa que tuvo la alegría se convirtió en sacrificio mil veces repetido”.
En Los hombres que mataron a mi madre (Visor) se abre la fosa del mar, la tiniebla que ella habita, la noche que revela el último misterio mientras se percibe el triste olor de la melancolía porque sangra la derrota ante la vida. Desprecia el poeta los sueños. Muerde entonces la memoria que es carne en los abismos luminosos. Como escribe Idea Vilariño, “el dolor ya no cabe, la tristeza no alcanza”.
Quien ha visto llorar a la madre se convierte en dueño de las sombras. Es el tiempo de los azules, del miedo y del fracaso
Se queja el poeta del mundo en que le robaron la existencia de la nada y cuando abraza su llanto sabe que el sufrimiento es el amor. Quien ha visto llorar a la madre se convierte en dueño de las sombras. Es el tiempo de los azules, del miedo y del fracaso. Con palabras que escupen la desgracia llenará de escombros miserables la boca de la madre, sin darse cuenta el hijo que no sabe siquiera su secreto, su última esperanza.
Escribe la madre una carta de amor, regada por las lágrimas que se volvieron hielo, afiladas palabras en manos de los ángeles, celeste camino que rodea la mujer. “Voy a morir de pena –le dice entonces el poeta– voy a morir de pena tras de ti”. A ella la llevaron más allá de los días, más allá de la nieve azul, antes de que el hijo pudiera darle un beso.
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Y escribe Fernando Valverde: “Hablaba desde el centro de la culpa con la voz arrugada, con la cera en las manos derramándose como un vientre de estirpe yerma por toda la miseria de los hombres”. Hablaba, sí, desde el centro de la tierra, clavando la madera donde nace la dicha, lanzando palabras adormecidas que hieren los corazones, pero no convencerán a los hijos de la miseria y “será la noche, madre, será una noche larga con sus sombras”.
Alfonsina Storni se suicidó andando sobre el mar océano, abandonada por su amor esquivo. “Si él me telefonea, le dijo a su cuidadora, explícale que no estoy, que he salido”. La poeta argentina abre los versos de Fernando Valverde para enjugar con él las lágrimas del mar. Maldice entonces el escritor la estirpe miserable de las buenas costumbres. Convertidos los siglos en ceniza, el poeta pide la luz y el descanso eterno para la madre.
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Con ella se extinguía la inocencia que había en su mirada, el modo en que vio los años con los ojos clavados en el suelo. La madre extiende el tiempo para el hijo, le cierra los ojos transparentes y él afirma: “No voy a tener miedo. Quiero morir contigo. Quiero matarme… Ahora que estás muerta, no vayas a salvarme”. El poeta solo pretende olvidar, de hinojos junto a la pobre tumba de su madre.