Desde hace varias décadas Gregorio Morán está instalado en la cúpula del periodismo español. Es, escribí en su día, un intelectual independiente, que siempre militó en la izquierda. Se asomó al Pozo del Tío Raimundo siendo muy joven y se distinguió como antifranquista sin fisuras cuando serlo significaba asumir mucho riesgo. Padeció el exilio en París.
Perteneció al Partido Comunista pero se desembarazó hace más de cuarenta años de su disciplina, porque Morán ha sido siempre un espíritu libre. Escribió luego, España ya en libertad, varios libros imprescindibles entre los que destaca Adolfo Suárez, historia de una ambición, en el que aporta datos reveladores para entender la Transición. En su faceta de periodista-historiador, Morán ha demostrado rigor y objetividad.
Publica ahora un libro que no tiene desperdicio, Felipe González, el jugador de billar (Roca Libros) en el que define directa o indirectamente, con notable desparpajo, a los protagonistas de la democracia española. De Abril Martorell, “toro, según Guerra, que decía mu antes de hablar”, asegura que tentó a Carrillo con un pacto de colaboración. Boyer fue “el pararrayos perfecto” para neutralizar la inquietud de la derecha.
Gregorio Morán analiza sagazmente, y uno a uno, los Gobiernos de Felipe González, que ha sido el gran líder del partido
Fernando Morán no ocultaba el desdén que le producían los chicos de la tortilla. Sotillos fue preterido en favor de Julio Feo porque el presidente prefería la veteranía a la ligereza. Nicolás Redondo se dio cuenta de hacia dónde derivaba la política económica. Narcís Serra fue sólo el favorito del momento. Lluís Reverter, el inquebrantable hombre de confianza. (Y al que, por cierto, debió nombrar ministro de Cultura). A Umbral lo califica de “columnista de alquiler”. Y a Calvo Serer lo fustiga sin piedad.
Fernández Ordóñez, “político digno de estudio”, apadrinó el divorcio y se ganó el insulto de un sector de la derecha. A Tierno Galván, los socialistas le miraban siempre por el rabillo del ojo. Javier Solana fue “el hábil mayordomo del presidente”. Guerra escabechó a Rodríguez de la Borbolla con estilo chumacero y un punto sádico. Semprún protagonizó el matrimonio cultural de conveniencia de González. Enrique Sarasola no era otra cosa que el amigo fiel y millonario.
Federico Trillo atesoraba un cinismo más potente incluso que su fe. Pascual Maragall o la resaca del 92. Mario Conde fue el Dorian Gray del felipismo. Jesús Polanco hubiera podido escribir, “de no ser ágrafo”, un libro que añadir a los Evangelios apócrifos. Barrionuevo se distinguía por no saber a ciencia cierta de nada. Y Pedro Sánchez no pasa de ser un trilero.
Gregorio Morán analiza sagazmente, y uno a uno, los Gobiernos de Felipe González, que ha sido el gran líder del partido, hasta el punto de que tras la derrota en 1996 ya nunca el PSOE pudo compararse a lo que fue. Para el autor del libro, González no tenía ni idea del País Vasco y su desconocimiento de las cloacas del Estado era absoluto. “No cabalgaba sobre un tigre, porque no había tigre, sino gato amaestrado. Como dijo el personaje balzaquiano de Papá Goriot, la corrupción abunda y el talento escasea”. González, que afirmó “nos derrotó la corrupción”, convirtió al PSOE en punta de lanza para ensartar al PCE. Rectificó la posición socialista sobre la OTAN.
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Desde el Congreso de Suresnes en 1974 González fue poniendo los pies sobre la realidad hasta convertirse en el hombre que cristalizó la Transición y la Monarquía parlamentaria. Colocó a cerca de 50.000 militantes del PSOE en las Administraciones públicas. A pesar de la huelga general del 88 se cubrió de prestigio personal y no sólo en España, también en Europa y en América. Venció en las urnas por mayoría absoluta en tres ocasiones y en la derrota del 96 consiguió 9.300.000 votos. De haber sido como Sánchez, hubiera gobernado cómodamente con Anguita. Pero dio paso a Aznar. En 1993 se había ya enfrentado públicamente con Guerra.
Calvo-Sotelo instaló junto a su despacho en Moncloa un piano de cola. “González – afirma Morán– hizo llevar una mesa reglamentaria de billar”. Para que un líder político ejerza de jugador de billar necesita estar seguro de su poder y, después, de la sumisión del partido. Cuando fundó la Bodeguilla para reunir a sus amigos, González se instaló en un remedo de la cultura.
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Envejeció Felipe González lentamente y como todo jugador de billar mira al presente con desdén. “Su tiempo, su vida, fueron catorce años azarosos que hicieron de él un curtido fajador. El resto, una consolidada decadencia”.
Es una lástima que Morán no haya leído el libro que un jovencísimo Felipe González firmó junto a Pierre Guidoni: Entretiens sur le socialisme en Espagne. Tal vez hubiera añadido alguna clave desconocida del jugador de billar.