Clea Castán es una arquitecta joven, inconformista, brillante, amable, alegre, serena, enamorada de su profesión. Ambiciosa, pero no avariciosa; sencilla pero no simple. Tanto su madre Tulia, ama de casa, como su padre Álvaro, buen profesional, se sienten orgullosos de aquella hija, que tras un encuentro fortuito se enamora de Henry Astor, aristócrata inglés.
Vive Clea en una casa confortable y sin pretensiones del nuevo Madrid, cerca del estadio de Florentino, con vistas al skyline madrileño, muebles sencillos de Ikea salvo un sillón Le Corbusier para la lectura y la meditación, con un libro entre las manos y el pensamiento puesto en el hombre que le apasiona.
Henry Astor VI es psicológicamente bipolar, físicamente atractivo, con cara de canalla inalcanzable y unos ojos que trastornan a Clea. La arquitecta se vuelve loca cuando roza la piel de él, húmeda de sudor.
La aristocracia británica es, en líneas generales, trabajadora, sencilla, liberal, lejana a los tiempos del racismo y la esclavitud. Pero Henry, no. Henry es clasista, soberbio, racista, altanero, desdeñoso, insufrible, aunque cuando quiere se muestra tierno y enamorado. Ante su amante incierto, Clea parece, como en el verso de Lorca, perro en el corazón, siempre sumisa y desarbolada.
Henry Astor VI tiene dos hijos y está separado de su mujer, Liz. Ha heredado un viejo palacete en Biarritz y encarga a Clea su reforma. La arquitecta se entrega en cuerpo y alma al ejercicio de su profesión. La relación de Clea con el inglés no es amor, es deseo animal. Hablan los amantes de lo humano y lo divino, de lo esperable y lo inesperado, lo que da igual porque todo gira en torno al goce y la consumación.
La prosa con que Cruz Sánchez de Lara ha dibujado esta novela raya en la excelencia: es sobria y eficaz, la palabra precisa, el adjetivo exacto, la metáfora original, cuidada la sintaxis
“Eres Zeus, mi Dios, mi Ra, mi Eros. Eres todo sin ser nada”, dice ella. En el palacete y en cualquier otro lugar, al que acudan, triunfa el carpe diem. Clea no se da cuenta de que el altivo aristócrata está profundamente enamorado, ciertamente, pero de sí mismo. Es un amante cruel y despiadado, un narcisista perverso. El único amor que ha conocido en su vida es el amor propio.
La pérdida de Henry transforma a Clea, que se hunde en la depresión profunda y en la maquinación que vertebra la entera novela entre veladuras e incertidumbres. Cruz Sánchez de Lara se revela como una gran novelista. Ha dotado a Maldito hamor (Espasa) de robusto armazón argumental, de sólida arquitectura literaria, con estudio profundo de la psicología de los personajes y unos diálogos certeros y reveladores.
Las peripecias del relato que cautiva, desde el incendio atroz en la casa de Nueva York que está reformando, a los despiadados desprecios de Henry en Viena, desde la relación abierta con Amalia, la amiga de su madre Tulia, hasta la muerte de Liz, lady Astor, despedazada a hachazos, todo ello conduce al lector que vibra hasta el inesperado final.
La prosa con que Cruz Sánchez de Lara ha dibujado esta novela raya en la excelencia. Es sobria y eficaz, la palabra precisa, el adjetivo exacto, la metáfora original, cuidada la sintaxis.
Cruz Sánchez de Lara, en fin, tiene un gran talento. Un gran talento literario. Si pretende desarrollarlo de verdad, deberá abandonar todo lo que está haciendo, encerrarse en su capacidad creadora y dedicarse a novelar, sólo a novelar.