En un bellísimo prólogo, divinamente escrito, el poeta Antonio Lucas afirma que “en Zabala de la Serna no hay indicio de presunción. Desconozco si sabe que es faro de costa del cronismo taurino”. Sí que lo sabe, pero está de vuelta de todo. Desde niño ha vivido en el interior de la almendra taurina.
No se puede entender la fiesta de los toros sin hundir el pensamiento en sus raíces religiosas. Caldea y Asiria, Mitani y Egipto, Creta y Babilonia. El toro era a veces la víctima propiciatoria que se sacrificaba a la divinidad para que los esposos tuvieran la gracia de la descendencia. El animal de la fuerza y del poder, el bóvido genesíaco por excelencia, era cazado por el novio, machacados sus testículos sobre la piedra del altar y bebido el brebaje para asegurarse de que la novia engendraría.
A veces el toro se convertía en divinidad en sí misma y, entonces, la mujer en el altar egipcio rozaba su vientre con la testuz para que la procreación no fallara. En una cantiga, Alfonso X el Sabio revela el papel del cornúpeta en las bodas cristianas de la Edad Media española, la “corrida nupcial”. Fernando el Católico, cuando descansó en paz del furor de Isabel, quiso tener hijos con Germana de Foix y bebió los genitales triturados del bóvido sacrificado.
No se puede entender la fiesta de los toros sin hundir el pensamiento en sus raíces religiosas
En Ya nadie dice la verdad, (El Paseíllo), el libro que, con la colaboración de José Aymá y del propio Antonio Lucas, ha escrito Vicente Zabala, el lector da la vuelta al ruedo taurino abrazado a entrevistas con toreros decisivos.
Curro Romero desdeña la chicuelina y otros lances y se instala “en el quite a la verónica después del puyazo”. Rafael de Paula asegura modestamente: “Yo soy el que mejor ha toreado de todos los tiempos. Yo. Sí, yo. Aunque tengo un currículum pobre, soy un torero para la historia... Tengo las mejores muñecas que ha dado el toreo”.
Tras el alarde de humildad de Rafael de Paula, El Cordobés confiesa: “Me esperaban en las plazas de uñas. Pero llegué a Madrid y corté ocho orejas en dos tardes, y en Sevilla, un rabo. Lamenté la muerte de Vicente Zabala sin haber tenido ocasión de tomarnos ni un café. Nos hubiéramos entendido ahora retirados”. Paco Camino reconoce: “Todos toreábamos un poco perfileros. Hasta que Ordóñez trajo lo de la pata p’alante y, unos más y otros menos, empezamos a copiarle”. De Santiago Martín, El Viti, Vicente Zabala escribe: “Siendo dios, Santiago Martín decidió ser El Viti”.
Espléndido el capítulo dedicado a José Luis Lozano y sus hermanos, que me despierta recuerdos de tantos y tantos tentaderos en El Egido. “¿Joselito o Belmonte?”, pregunta Zabala. “No hay color: Gallito”. Destacado elogio a Espartaco. Y Emilio Muñoz apostilla: “Es imprescindible tener amor propio y orgullo, pero a la vez la sinceridad de reconocer a los que han sido más que tú”. En otro capítulo, bellamente escrito, el autor radiografía al gran Enrique Ponce.
Morante de la Puebla escupe los pelos de la lengua y afirma: “Estoy en contra de las escuelas taurinas... Hay que acabar con los chiringuitos”. Profundo y serio, como siempre, El Juli, al que admiro desde que tenía 14 años, afirma: “El éxito es efímero. No recuerdo que se hable de Manolete porque cortara no sé cuántas orejas y rabos. Al final lo que queda es el poso”.
Roca Rey discurre sobre la vida, la muerte y la oscura penumbra del más allá. Y afirma: “De lo que sí estoy seguro, es que la vida hay que disfrutarla al máximo, vivir el presente. Si algo enseña el toro es que en cualquier momento se puede fundir en negro”. Seguramente Roca Rey no sabe que Horacio vino a decir lo mismo hace dos mil años en el carpe diem de la oda que dedicó a Leuconia.
Y entre tantos y tantos grandes toreros que desfilan por las páginas del libro, Zabala dedica un capítulo a Florito, al que todos los aficionados conocen porque “le gustaba más arrear a los toros que torearlos”, y por eso le estiman, por su “parada de cabestros y su eficacia para recoger toros devueltos”.
Un libro, claro es, en el que de principio a fin no se ha desperdiciado una sola línea, como un auténtico pase de pecho, de pitón a rabo.