Jerjes I, el sabio rey de reyes, insólito aqueménida, condenó al mar que le había sido hostil a recibir trescientos latigazos. El poeta tembloroso no se atreve a hacer lo mismo con el tiempo, ese atroz criminal que le ha separado del amor en el lado opuesto de la ausencia. El futuro anda suelto por las calles desiertas como un perro sin amo. Se detiene el tiempo en cada esquina de los versos del poeta.
Del poeta, Javier Velaza, que ha publicado en Visor un libro perturbador, El campamento de los aqueos. Y que sabe cuál es su misión: incomprender el mundo. Por eso los astros orbitan su escritura tras aplastar el sueño griego de la razón. Rechaza el poeta que Platón le explique el mundo inexplicable.
Tiñe luego el crepúsculo de colores homicidas. Se expresa con la voz más solemne de su garganta profunda, el ademán de mármol. Aúlla entonces el miedo porque sus versos no pueden entender la verdad imposible de las damas sin camelias. Como en el espacio y el tiempo de Juan Ramón, Velaza lo ha vivido todo en los libros. Aspira así a un desenlace noble e indoloro.
“No hay nadie más cruel que el dios de la belleza”, escribe olvidando que la poesía es la expresión de la belleza por medio de la palabra. Y produce en el lector un placer puro, inmediato y desinteresado. Por eso Velaza se abandona en sus versos al vértigo del Tríptico Stefaneschi, cuando Giotto jugaba a ser Dios. Y el poeta dedica un poema a Juan Antonio González Iglesias, que conoce a fondo su escritura, la cual “tiene algo de promesa, si no de profecía secretamente esperanzada”.
“Nunca ha existido una mazmorra más inexpugnable que aquella de la que el prisionero tiene miedo a salir”. Tras el diluvio seco de ayer, hoy es nunca, porque nacimos ciegos, aunque el mundo sin nosotros sería un absurdo espejo. Vivimos la época más atónita y blasfema. El poeta ha aprendido a hablar con el idioma de los muertos, se recrea en el futuro inmortal de la palabra, aplasta la música de Bach bajo los tilos y llena su maleta de futuros vacíos, aunque desafía la ley del ocaso. Vibra la letra de sus poemas cuando escoge el arte de lo estéril porque sabe que “solo un oficio ha de permanecer invariable entre todos, el más antiguo, el tuyo: conjurar con palabras nunca oídas este escalofrío”.
De la mano de Ezra Pound, de Igor Stravinski, del mensaje de Virgilio, el poeta surca el océano de la desesperanza. Sus versos no soportan el ultraje del desuso y se venga huyendo hacia el olvido. No quiere romper el precinto de la luz ni separar las páginas intactas del viento ni retirar el velo de la noche porque la luz negra es silencio que ilumina el sonido del prodigio. Saludan al poeta las almas enfundadas en sus cuerpos insepultos. La vida es un baile de máscaras. Y Velaza se rinde para regresar a su casa, con las manos vacías de esperanza. Allí dentro, la salvia, el tanaceto, la ajedrea, el romero y el hinojo le regalan la dulzura minuciosa que hace frente al indecible horror del tiempo que vivimos.
Los cadáveres fornican su despedida en medio de las calles y como el mundo se acabó, el poeta piensa, incluso, terminar con la vida de madona Laura, decidido Petrarca a desenterrar al ser humano. Fustiga Velaza la insolencia de Aquiles y el pecado de Edipo mientras los cadáveres danzan su ragtime para olvidar que han muerto. Ronca ya la despedida, mientras “el ventalle de cedros aire daba”, todos los sentidos suspendidos, y yo concluyo, entre el temor y el temblor, este artículo como Velaza esos poemas que pretenden traer algo de un lugar que no existe.