A ella, la que le amaba, le herían los versos huidos al recorrer la parábola del corazón amante desde la inicial ilusión hasta la melancolía final cuando el amor se termina.
Amada en el amado transformada, el poeta se rendía ante el llanto de ella, ante el pan blanco de su carne, ante los brazos pálidos y su cuello horneado de lavada juventud. Conocía su voluntad de hierro y ese tallo de corteza y pino que vibraba en su cintura. El poeta, Julián Quirós, Pérdidas y ganancias (Ars Poética), sentía hervir la piel clara de la mujer y el vientre que se ceñía a él como una playa soleada, entre el oleaje de los abrazos. Era la piedra del sol de Octavio Paz… “voy por tu cuerpo como por el mundo… tus pechos, dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos”, porque ella, la amada inmóvil, parecía una muralla que el mar asedia bajo la ley del mediodía absorto.
El poeta la esperaba desde siempre, por eso “tú ya eras tú para mí mucho antes”, por eso “aquel rostro joven sigue en mí, intacto y perdurable”. Por eso podría decir: “Escucha, en qué otro mundo de cerezas raras oí tu voz, en qué planeta lento de bronces y de nieve vi tus ojos hace un millón de siglos”. O con San Juan de la Cruz… “y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo”.
Al final, sin embargo, triunfa Juan Ramón Jiménez, “que nada me invada de fuera, que solo me escuche yo dentro”. Y se quiebra la parábola del corazón amante. “No me queda ya para ti más que una huera”, se queja el amado, que no sabe cómo barrer los restos de la lanzada ni el vértigo del vacío colgado de la toga de los reproches mientras contempla la desnudez del cuello vulnerable.
Recuerda entonces Quirós los campos abiertos del trigo y las vivencias, donde espigaron sus ansias primeras, “en una época que ya no habita entre nosotros”. La fusta de los días azota el amor fracturado. No encontró lo que buscaba y dejó atrás los alados sueños, cuando no dominaba los días venideros. Y ahora en la cima de su vida, escribe, me da a veces por mirar atrás, “donde quedaron las sobras de los días consumidos”.
Graves los versos de la melancolía que tiemblan en la pluma de Julián Quirós, para seguir arando los días por venir, y que repasan, sin embargo, una y otra vez la geografía de su ayer, como un salvavidas que uno lanzara a la memoria. La vieja farola ya no alumbra desiertos de pasiones rendidas ni contempla la danza vegetal de las hojas en el árbol de la melancolía. Llueve sobre el corazón del poeta como llueve sobre el molde impensable de la piedra germinal. “Necesito conocer –escribe– tu destino último, allí donde yo sabré que estás para siempre arraigada, pienso saber adónde mirar, ponerte en un punto del mapa”, porque Pablo Neruda tenía razón y es tan corto el amor y es tan largo el olvido. “De otro, será de otro, como antes de mis besos, su voz, su cuerpo claro, sus ojos infinitos”.
El cuerpo del escritor, en fin, “tiende a irse quebrando” y no es poco lo suyo tras los años huidos, cuando resulta ya imposible amortizar la gran ecuación del tiempo y lo único que desea el poeta es quedarse inmóvil en la orilla de la vida sin hacer nada, tal vez porque sin despedida, sin el rito del adiós, la pérdida del amor nunca expira.