Con la máscara de un prófugo de la justicia que se vende en el mercado negro de la ilusión política, con la tembladera virginal del Nosferatu de Francisco Nieva, Iñaki Ezquerra se abraza a la cultura cuando escribe sus versos liminares. “La primavera, dice, me la he robado yo. Yo soy mi distopía”. Al poeta no le bastan los cielos ni los océanos al atardecer. El mar índigo, casi morado, le atrae desde la infancia. Ese mar que se cuela por los rotos azulejos del recuerdo; ese mar en el que flota un hórreo sumido entre la niebla; ese mar de las grietas en las rocas de Arminza; el que empalidece el rostro de la mujer de ébano; el que inunda la hora más azul de la tarde con un brillo de sueño y plata; ese mar, en fin, sustancia corpórea de la noche, gigantesco charco de asfalto en la calzada… golpea al poeta y le libra de la “indignación de peinar las ideas con gomina”.
A Iñaki Ezquerra, Carnaval sin fiesta (Huerga y Fierro), le sacude un ramalazo machadiano y se niega a hablar de “algunos casos que recordar no quiero”. Aunque recibió las flechas que le asignó Cupido, aunque por sus venas circula la sangre jacobina, su verso brota de un manantial sereno. Por eso el poeta saca de las catacumbas romanas a las mujeres que admira: María Zambrano, Ana María Matute, Doris Lessing, María Ampudia, viuda de García Hortelano… Y habla de las negras pandemias que padecieron, en Florencia o en Londres, Boccaccio y Shakespeare. Y de sus cuarentenas atroces. Admira, claro está, el encanto antiestético de Pablo Picasso y Utrillo. Aun más. Eso que llamamos alma, se pregunta, “¿no será una construcción artificial como el género del que hablan los LGTB?”. La resaca ideológica que zarandea a la sociedad actual fragiliza su amotinamiento por la “Revolución”, la “izquierda”, lo “social”, lo “laico”, la “República”… Le gustaría, como en la Europa medieval de El séptimo sello, arrasada por la peste negra, jugar al ajedrez con la Muerte. Pero le paraliza el escepticismo que invade sus versos y recuerda a Botticelli y a su musa, Simonetta Vespucci. Explica cómo la pandemia negra se llevó a Beatriz Portinari, la amada más amada y más lejana que jamás tuvo un hombre. Y ese hombre se llamaba Dante Alighieri. La expresión literaria es para el poeta como un fugaz instante entre el horror y la belleza. Y decide desnudar su alma: “No conozco otra forma honesta de rezar que no sea la duda”.
Aristóteles consideraba ala poesía más profunda y más filosófica que la Historia. Un solo verso puede resumir un tratado ontológico, un libro de metafísica general. Cuando Rubén Darío cierra un poema escribiendo: “y no saber adónde vamos ni de dónde venimos”, anticipa una parte esencial dela filosofía del siglo XX. Miguel de Cervantes, al que el cielo no le dio la gracia del temblor poético, escribió en Trabajos de Persiles y Sigismunda: “La excelencia de la poesía es tan limpia como el agua clara, que a todo lo no limpio aprovecha; es como el sol que pasa por todas las cosas inmundas, sin que se le pegue nada”.
Tal vez le falte a la poesía de Iñaki Ezquerra el aliento lírico y la musicalidad interna del verso libre, pero el poeta ha preferido ceñir su palabra “con las formas más altas y nobles de la inteligencia”. Como Walt Whitman lo resiste todo menos su propia diversidad. Con la sonrisa y el pelo soleados saluda el recuerdo de Pasionaria como si se tratara de una reina Victoria póvera y se resigna a vivir dentro del miércoles eterno de la ceniza.