Ella, la que tanto amaba, caminó sobre la tristeza de los relojes desbocados. Parpadeaban los ojos verdes de las estrellas y la poeta se esforzaba por leer sus versos en las entrañas del cordero de todos los sacrificios. Ella se llama Gioconda Belli y ganó el premio Gil de Biedma que organiza la sabiduría literaria de Gonzalo Santonja.
Juntas, la poeta y el amor, vivían sus nostalgias encendidas. Eran dos pájaros fugitivos dispuestos a desaguar en naves diferentes. Sus memorias yacen en las bibliotecas mientras las roncas sirenas de sus barcos se avistan en la niebla. A ella le tentaba siempre el amor con sus espinas y sus tercos arañazos. El pez rojo que nada en el pecho (Visor) condensa el zarpazo erótico de la poeta, enredado en los agrestes patios, allí donde se escucha el ruido estridente de su corazón. Navegante de muchas soledades, la poeta está tan enamorada, que se hace para ella insoportable la desolación provocada por una sola noche de ausencia del amante.
Embrujada en el bosque distante, Gioconda gime su amor por veredas y manglares oscuros hasta los monumentales ceibos de la jungla. Es la magia de penetrar los sueños. Y recuerda a John Donne, aunque no quiere preguntar por quién doblan las campanas. Sabe que doblan por el amor desvanecido. La poeta ama la noche de los ojos abiertos que es el horizonte de su mirada. Gioconda de la sonrisa perdida, las serpientes del desamor clavan cada madrugada sus mandíbulas anchas sobre sus pensamientos. El ars amandi le hace sangrar y, como no acepta razones para la inercia triste, se entrega a las caricias de los lagos.
Como Safo de Lesbos, hija de Escamandrónimo, GiocondaBelli querría escribir a Afrodita: “¿A quién deseas que a tu amor yo lleve?”. Y dicen que devastada por el deseo no correspondido, la escritora lésbica se suicidó lanzándose al mar desde la roca Léucade mientras Alceo, también Terpandro y Arión, derramaron lágrimas de fuego por la poeta perdida. Afrodita no quiso atender su “encendido ruego” y se anticipó a sor Juana Inés de la Cruz al decir: “Y cuando esquives el ardiente beso, más querrá besarte”.
Nicaragüense como Rubén Darío, pero sin influencias de su estilo poético, Gioconda Belli no sabe adónde vamos ni de dónde venimos. Por eso se sumerge en la sabiduría del firmamento: “Cien mil millones de estrellas lanzadas como canicas al frío del espacio en la Vía Láctea. Ciento cincuenta mil años luz para llegar a la galaxia vecina, la Gran Nube de Magallanes. Ochenta y seis mil millones de neuronas activándose en el cerebro de cinco a cincuenta veces por segundo para un trillón de sinapsis, alimentando el misterioso universo que funciona dentro de mí”.
La poeta, en fin, afirma que es la mujer que es, la que llora sobre las páginas y doma las palabras. Bajo la borrasca nerudiana, es tan corto el amor y es tan largo el olvido. “De otro será de otro, como antes de mis besos, su voz, su cuerpo claro, sus ojos infinitos”. Fuerte como una ceiba que se disfraza de flor, a Gioconda, la poeta, la zarandea todo el bronco sabor de la existencia. “Has prendido fuego a mi corazón que se abrasa en el deseo”. Aunque no todo está perdido porque, en definitiva, escribe, es el alma la que habla, solo el alma.