Antes de convertirse en fugaz presidente del Gobierno, en vísperas de que estallara la guerra incivil española, Santiago Casares Quiroga ocupó cuatro carteras ministeriales: Marina, Gobernación, Justicia y Obras Públicas. Fue un político sereno, aunque de discretos alcances, zarandeado por las tensiones de una de las etapas más convulsas de la Historia de España. Creyó que el general Mola era leal a la República y, a pesar de que el ruido de sables en los cuarteles se hacía ensordecedor, declaró: “Si los militares se quieren levantar, yo me voy a acostar”. Exiliado en Francia e Inglaterra, debelado por los suyos que le acusaban de ceguera ante el Alzamiento, falleció en París en 1950.
Tuvo una hija: María. Me la presentó mi inolvidado amigo Rafael Alberti. Era en Francia una celebridad, actriz destacada de la Comédie Française y creadora del Festival de Aviñón. Sobresalía en todos los registros e interpretó las más varias obras desde Eurípides a Shakespeare, desde Calderón de la Barca a Racine, desde Víctor Hugo a Sartre. Y también a Genet, Cocteau, Bertolt Brecht, Anouilh…
Estrenó en París Divinas palabras de Valle-Inclán y La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca. Y en Madrid, interpretó El Adefesio de Rafael Alberti al que asistí en el Reina Victoria. Murió María Casares de un cáncer cruel. Juan Pedro Quiñonero, que es un gran profesional del periodismo, nos ha informado de la aparición de un libro singular: L’unique, de Anne Plantagenet, biografía novelada de la gran actriz española, de la indiscutida actriz hispanofrancesa, de la amante de Albert Camus, al que tuve la suerte de conocer porque el director del ABC verdadero, el inolvidable Luis Calvo, me envió a París a entrevistarle a los pocos días del premio Nobel. Rafael Alberti, su sobrina Teresa y yo nos reunimos con María Casares en varios almuerzos y cenas meses después de El Adefesio. Tengo el recuerdo de una mujer muy inteligente, razonadora, sin poses de diva, pero consciente de su éxito en Francia. No quería hablar de política. Tampoco de su padre. Elogió varias veces con la boca chica a Juan Carlos I, al darse cuenta de la admiración que por él sentía el autor de Marinero en tierra. Disfrutó de la democracia española y se advertía la emoción que la embargaba porque nunca olvidó a su patria lejana.
España es un país de enormes actrices. Para no extenderme solo citaré a Nuria Espert, amiga y admiradora de Rafael Alberti al que arrastraba para sus recitales poéticos. Les escuché en varias ocasiones. El poeta peleaba con éxito con la perfección de la actriz que decía el verso con intensidad inigualable. Rafael Alberti era también un notable dramaturgo y El hombre deshabitado es obra de relieve en la historia del teatro contemporáneo. En la sala que tengo en el sótano de mi casa, el teatro Neruda, estrenó dos obras Rafael Alberti. La arboleda perdida, que interpretó José Luis Pellicena, y Venus y Príapo, en la que Aitana Sánchez-Gijón estuvo inmensa. Al gran poeta se le saltaron las lágrimas.
María Casares, en fin, se mantiene en la penumbra del teatro español. Y se merece el máximo relieve por su éxito internacional. Tengo un recuerdo confuso de su calidad como actriz. La noche que la vi en El Adefesio en el papel de Altea estaba, tal vez, demasiado emocionada. Así me lo dijo José Luis Alonso, que dirigió la obra. Me parece, en todo caso, que es de justicia recordarla como ha hecho Juan Pedro Quiñonero y contribuir al pedestal en el que debe instalarla el teatro español.