Pocas semanas antes de morir, Miguel Delibes me escribió una carta que permanece en mi recuerdo: “Me he quedado prácticamente ciego –decía–, pero me emocioné cuando me leyeron las palabras que me dedicabas en tu artículo Delibes, con la pluma al hombro, publicado en El Cultural”. Reiteraba yo algo que había afirmado en muy diversas ocasiones: Miguel Delibes, junto a Cervantes y Pérez Galdós, es el tercero entre los más grandes novelistas de la Historia literaria de España. Su obra está por encima de Baroja, Valle-Inclán, Cela, Clarín, Blasco Ibáñez, Pérez de Ayala, Marsé…
Era yo director del ABC verdadero cuando atendí a mi admirado Camilo José Cela que me telefoneó airado: “No me puedo creer lo que has dicho”, “¿qué he dicho, Camilo?”, “que Delibes es uno de los tres grandes novelistas españoles junto a Cervantes y Galdós”. La vanidad de Cela solo era comparable a su inmenso talento. Nunca hablé al autor de La colmena de mi amistad con Artur Lundkvist, lector infatigable, poeta no desdeñable, hispanista riguroso, admirador de Goya. Mantuve varias conversaciones con el académico sueco que visitó a Delibes en Valladolid. Para él estaba claro que el autor de El príncipe destronado debía ser, en el área del idioma español, el próximo Premio Nobel de Literatura, pero quería asegurarse de que se desplazaría a Estocolmo para recibir el galardón, cosa que no hizo Vicente Aleixandre.
Delibes le explicó que no se encontraba bien y que seguramente tendría que delegar. Se quedó sin el Nobel, que luego recibiría el idioma español por duplicado con Cela y Octavio Paz. El príncipe destronado, según Lundkvist, era superior a Platero y yo y a El viejo y el mar. Yo me he embriagado también con la lectura de Los santos inocentes, Las guerras de nuestros antepasados, La hoja roja, Cinco horas con Mario, Las ratas… Y con El hereje. Por el terrible pecado de compartir algunas de las tesis de Lutero, Cipriano Salcedo, follador atolondrado de Minervina, la de los pechos enhiestos, “gráciles corzas de dormir morenos”, y de Teodomira, la esquiladora enloquecida de cuerpo duro como el mármol, sería juzgado en 1559 por la Inquisición y torturado bárbaramente hasta terminar en un Auto de Fe en la Plaza Mayor de Valladolid, cuando el verdugo encendió la hoguera que le abrasaría el cuerpo y el alma, entre los alaridos de placer de la chusma.
Junto a tantos escritores y personajes destacados que incorporé a la colaboración en ABC, siendo director del periódico –Arnold J. Toynbee, Salvador de Madariaga, Marcelino Camacho, Octavio Paz, Rafael Alberti, Mario Vargas Llosa…– me faltaba Delibes. Le visité en su biblioteca de Valladolid. Hablamos de periodista a periodista. Miguel había sido gran director de periódico. No quería saber nada de ABC porque, siendo jurado del Premio Cavia, se negó a votar a Fernández de la Mora y el director de entonces, nieto mayor del fundador, Torcuato Luca de Tena, publicó que la decisión había sido por unanimidad y se negó después a hacer pública la carta de rectificación de Delibes. Tras largas conversaciones, Miguel tuvo la deferencia conmigo de retornar a ABC y escribió, por cierto, terceras inolvidables, entre ellas Aborto libre y progresismo. Aunque acudía pocas veces, formó parte conmigo de la comisión de Cultura en la Real Academia Española. A lo largo de mi dilatada vida profesional no he conocido a ningún intelectual, tan sinceramente progresista como él. Estuvo siempre a favor de la mujer y en contra del hombre machista; a favor del negro y en contra del blanco; a favor del débil y en contra del fuerte;a favor del sencillo y en contra del prepotente; a favor del pobre y en contra del rico; a favor de la nación débil y en contra de la poderosa. Incluso a favor del feto y en contra de la mujer que decide abortar. Pocos galardones he recibido yo que me hayan satisfecho tanto como el Premio Nacional Miguel Delibes de Periodismo.
Admiraba Delibes a Manuel Halcón, que se suicidó disparándose un tiro en la boca. “Manolo creía que la muerte es el silencio de Dios”, me dijo el autor de La sombra del ciprés es alargada. Y al cumplirse ahora los cien años de su nacimiento, se me enredan las palabras en los puntos de la pluma y me callo antes de que empiecen a balbucear.