Juan Carlos Monedero. El diálogo como brindis a la esperanza
Una parte de esa España miserable que, en palabras de Machado, desprecia cuanto ignora, considera que Juan Carlos Monedero es un político insignificante, un mamarracho vulgar, un mindundi de chicha y nabo.
Y bien. He leído este fin de semana un libro suyo que me ha sorprendido por la alta calidad intelectual, el pensamiento razonador, el equipaje cultural que se desprende de cada capítulo. El autor no ha acertado con el título –Curso urgente de política para gente decente–, impregnado de ambición comercial. Pero el ensayo sobre la condición política que vertebra el libro es notable, al margen de que se coincida o se discrepe de la ideología que impregna el pensamiento de Monedero.
“Vivimos un tiempo –escribe el autor–en que la gente decente anda perpleja, y los canallas, envalentonados”. La democracia, afirma citando al pastor protestante Harry Emerson Fosdick, se basa en que la gente común tiene posibilidades fuera de lo común. Se refiere luego al sofista Trasímaco, que en la República de Platón se enfrenta a Sócrates, clamando: “Lo justo es lo mismo en todas partes: la conveniencia del más fuerte”. Y recoge Monedero el cinismo de Luis Napoleón Bonaparte en 1848: “No tengáis miedo del sufragio universal. Bien manipulado, los pobres nos votarán a nosotros y, además, estarán más satisfechos”.
La muerte de Dios, anunciada por Nietzsche, significa, según el autor, “la pérdida de la apelación divina para organizar la sociedad; en la lucha por el pueblo los comunistas no tienen nada que perder, salvo las cadenas”. Monedero siente gran admiración por Walter Benjamin y considera que las revoluciones activan los frenos de emergencia de la Historia. Goya pintó un nuevo Cristo crucificado, con señales de los clavos en las palmas de las manos, en el centro de Los fusilamientos. Cree Monedero, con su admirado Saramago, mi inolvidado amigo, que es necesario mandar a una parte de la política al zaquizamí de la Historia, desdeñando las órdenes escondidas en las partículas del bosón de Higgs. El ángel de Rousseau y el demonio de Hobbes están fuera de la sociedad actual de vanguardia.
Relata Monedero la relación de Mussolini con De Gasperi y Gramsci, que terminó con el comunista en la cárcel. Y cita a Juan Pablo II contra los curas pederastas, una de “las peores manifestaciones del mysterium iniquitatis que actúa en el mundo”. Denuncia después el control de una buena parte de los medios de comunicación por los poderosos, para adentrarse en esquivas reflexiones religiosas sobre la Epistolae beati Pauli Apostoli ad Ephesios. Riega Monedero sus reflexiones con alusiones al mundo cinematográfico, que vertebra en buena parte la cultura popular de nuestra época. Cita con admiración a Bertolt Brecht y traza un círculo de tiza caucasiano con el autor de El resistible ascenso de Arturo Ui para calificar al político corrupto como al peor de los bandidos.
Considera Juan Carlos Monedero a las ideologías como un baúl apolillado. Rechaza el bipartidismo. Desdeña a las derechas secesionistas de las Autonomías españolas. Y se suma a la afirmación excesiva del estadounidense Matt Taibbi, autor del bestseller Insane clown president de que “el capitalismo financiero solo se puede estudiar desde la criminología”. Despelleja a la socialdemocracia y a las posiciones centristas: “No hay agua bendita que las lave de la indecencia que están sembrando”. Fustiga a la Trilateral, a la que yo pertenecí, por cierto, hasta que, de acuerdo con Pedrol Rius, nos escapamos de ella y de su aspiración a gobernar el mundo. Reflexiona Monedero de forma muy profunda sobre la significación del arte de la pintura. Cita a continuación a Thiago de Mello, al que conocí en Isla Negra, en 1964, en la casa chilena de Pablo Neruda, que quiere reinventar la política con unos nuevos efectos de la mujer y del hombre.
Y se inclina en favor del diálogo, adhiriéndose a la polis de Platón. “El monólogo –escribe– es un adelanto del miedo. Dialogar, un brindis a la esperanza”.