Picasso, el poeta
En la pintura de Picasso, el surrealismo ventea a ráfagas. En su poesía es columna vertebral. El pintor escribe sus versos sobre las costillas de Breton. Los poemas picassianos se convierten en el aquelarre desquiciado del onirismo. Rozan la pesadilla.
Las horas del poeta, “caen en el pozo y se quedan dormidas para siempre”. “La puñalada del azul” se le clava en el alma. Siente la maldad “contra los labios del limón ardiendo”. “Se come el aroma de la hora que cae”. “El grito de la rosa” le despierta erecto y atrapa entonces “el cuchillo que salta de contento”.
Picasso, el poeta, escribe algunos versos en prosa, fractura la sintaxis, desdeña la puntuación, se pitorrea de las mayúsculas, atáscase en las atarjeas del convencionalismo académico, hace cachizas la adjetivación y pinta con la luz hiriente de la cal viva las palabras que chorrean cenizas. Se estremece a veces con “el pájaro que canta” y “retuerce la cortina que abanica su cara y la corta en la nieve”. La calavera de arena ávida “le muerde la mano y se la lleva suspendida por el anillo envuelto en el ruido de las alas de las moscas”. “La nota que sostiene el violín” no le deja respirar. Los versos picassianos huelen entonces a carne quemada.
“La noche se pone ya el sombrero” y Picasso, el poeta, se mira en el “espejo ardiendo como un loco”. Se desploma la luz y “se estrella en su cara”. Es “la sombra que el silencio desmorona”. “El pintor ceniciento vestido del color del huevo duro y armado de la espuma”, organiza con aliento falócrata “el amor carnal” y el sexo langosta en la noche “con sus guantes de risas” hasta que “el almirez ya fatigado se acuesta y duerme su sueño” como “las golondrinas cansadas de leer”, el mar hambriento. Entiende el poeta, entre sueños, “la razón perentoria del azul tan gracioso que sentado en su silla curula” acerca “la miel retratada en el cartel pegado en la pared de la casa de putas”. En la tarde desplomada se exhiben las señoritas de la barcelonesa calle de Avignon. Aparece entonces el “pálido gusano de queso” y Picasso, el poeta, “vive la puñalada que toma el tren” y “escupe a los cangrejos”, mientras ella se arregla “las faldas a cada momento con sus tenedores de plata vieja sin dientes”, movida “por el soplo de un beso”.
“Todos sabemos –escribió Picasso– que el arte no es la verdad. Es una mentira que nos hace ver la verdad, al menos aquella que nos es dado comprender. El artista debe saber el modo de convencer a los demás de la verdad de sus mentiras”. Para el malagueño genial en el arte no debe haber ni pasado ni futuro: “Si una obra de arte no puede vivir siempre en el presente no se la debe tomar en consideración”.
Al recordar a Franco, Pablo Picasso, el poeta de la tristeza salobre, se muerde los labios y, en lugar de pintar, escribe también el Guernica sobre la piel del atroz dictador, desteñido el gorro cuartelero, las altivas cruces, la espada inerte y el acecho al toro: “Gritos de niños gritos de mujeres gritos de pájaros gritos de flores gritos de maderas y de piedras gritos de ladrillos gritos de muebles de camas de sillas de cortinas de cazuelas de gatos y de papeles gritos de olores que se arañan…”.
Camilo José Cela me envió hace muchos años al ABC verdadero los “trozos de piel” de Picasso en Papeles de Son Armadans. He leído la sagaz interpretación que de la obra literaria del genio hace Antonio Jiménez Millán. Y también las reflexiones de André Breton, Guillermo de Torre, Fernández Molina… En las dos veces que estuve con él en París, nunca escuché a Picasso referirse, ni de pasada, a su poesía. Cela proclamaba que el pintor genial llevaba siempre el pincel en la mano como Gary Cooper su revólver y que quería leer las obras completas de Gironella encuadernadas en su propia piel. No sé si esto último será verdad porque Camilo distinguía con odio africano al autor de La paz empieza nunca.
Escribió también Picasso dos obras de teatro de desiguales botargas: Las cuatro niñas y El deseo atrapado por la cola. Se estrenó ésta última en París dirigida por Albert Camus y con Jean Paul Sartre, ávido de arena y óleos rojos, como actor principal. ¿A qué espera Juan Mayorga para instalar al Picasso dramaturgo sobre la escena madrileña? Estamos hablando del primer nombre español del siglo XX y de las centurias venideras porque sus cuadros siempre estarán titilando de estrellas.