“En el cuerpo yacente hay candor y abandono, y hay tersura, que vértigo provoca como provoca vértigo su boca”. La poeta adolescente, reclinada sobre el amado, escribe sus poemas del amor en vilo. Se estremece bajo el peso del cisne temblorosa. Escucha, entre las alheñas, el gemido más doliente, entristecido y turbio. Siente las heridas de la nieve iguales que las rosas y se arrepiente del tiempo perdido en que “fue buena, viviendo sin gozar el prodigioso fulgor del mal”.
Se derraman sus versos, la palabra silente, la rima interior, la música callada de San Juan, la soledad sonora, el ritmo que recrea y enamora. Bebe la poeta a chorros los venenos todos de la literatura. Como Cristo en el huerto de Getsemaní escribe: “… mi alma está cansada y tiene frío”. Anhela “la espléndida fatiga del orgasmo”, pero se quema en la zarza ardiente, rubus ardens, donde amargan las moras agraces que la enseñan a vencer.
Recorre luego la escritora los rincones sucios. “Nada quiero del mundo que es mi azote”. Desgrana entonces la miseria de “su alma malquerida”. Como Emily Dickinson desea que “nadie repare en mi existencia”. Añora la frágil madrugada, “que despliega su muerte como una flor cansada”. Es el pathei mathos de los griegos postrados en el pórtico del santuario períptero de Delfos. “Que ansío la muerte no es una novedad”, escribe consternada.
“¿Qué será de mi vida?”, se pregunta y responde con un verso de Argensola: “Solo puedo llorar ante tanta belleza”. Abre entonces el cofre de plomo donde guarda las hebras doradas y le dice al amado: “Caíste dormido en la alta madrugada de los besos”. Pero ella regresa a la desolación: “Me lastra… tu mortal proximidad herido y mis propias y brumosas lágrimas, que caen en tierra con dolor, sin ruido”.
La última vez que vi a Carmen Jodra, a la poeta de Las moras agraces y los Rincones sucios se le agolpaban las lágrimas tras el quejido de los stradivarius en un concierto, en el Palacio Real. No pude desclavarme de su mirada y me di cuenta de que era como la paloma de Rafael Alberti que quería levantarse, ir por la nieve, pero no podía, pero no podía. Una voraz enfermedad le ha arrancado a Carmen la vida, en la mejor juventud. Todavía era adolescente cuando, lo mismo que Simone Weil en sus Meditaciones precristianas, desafió a Dios: “Yo no pedí vivir. Si Tú me hiciste, es tu culpa, y no mía. Atrévete a juzgarme si tu pobre criatura se suicida”.
Hasta aquí el artículo que publiqué en el diario El Mundo el pasado día 31 de julio, tras la muerte de Carmen Jodra. Han sido tantos los comentarios en las redes sociales que he decidido reproducirlo como Primera palabra para los lectores de El Cultural, tras la dispersión veraniega. Carmen Jodra es uno de los nombres estelares del último medio siglo de la poesía española. Incluí varios de sus poemas en mi Antología de las mejores poesías de amor en lengua española, libro que superó en sus distintas ediciones los 200.000 ejemplares de venta. La poesía no es tan minoritaria como suele afirmarse. Parapetada tras una formidable cultura clásica, la poeta arrastró sus sandalias sobre los pedregales de las vanguardias y nos ha dejado una poesía insólita entre el temor y el temblor de su alma retraída y sensible. Fue Carmen Jodra una mujer inaccesible y yo solo pude ofrecerle mi admiración cuando recitábamos juntos el Cantar de los cantares, en la versión de Fray Luis de León o leíamos en voz alta Contra la poesía, contra los poetas de Witold Gombrowicz. Ella me hablaba siempre desde las estrellas de Ferdydurque y Sábato porque la vida le producía un hastío inextinguible. Nunca conseguí que descendiera a la realidad, pero ha dejado en mí el recuerdo de su sensibilidad indócil, de su inalterable independencia.
Y aunque me consuele ahora envolviéndome en tus versos, te voy a echar de menos, Carmen Jodra. Pero no por mucho tiempo. Hasta pronto, Carmen querida, hasta muy pronto.