En el invierno de 1988, Rafael Alberti se armó de valor y decidió enfrentarse con la desmemoria de la melancolía. No quería ver a María Teresa decrépita y avejentada pero finalmente aceptó visitar en la residencia geriátrica Ballesol al gran amor de su vida, a la mujer que le acompañó sin un desmayo y que había perdido ya la consciencia.
-María Teresa... -le dijo, apretando su mano- soy Rafael, soy yo, Rafael.
La mujer respondió con algunas vaguedades.
- Pero María Teresa, yo soy Rafael. ¿No me reconoces? -insistió el poeta, elevando la mano para acariciar su cara.
María Teresa le miró desde el fondo del alma y con un movimiento brusco propinó al poeta una gran bofetada.
Cuenta este pasaje José Luis Ferris en uno de los libros más interesantes que he leído en los últimos tiempos y que más me han emocionado: Palabras contra el olvido, en el que se narra con prosa certera, y a ráfagas bellísima, la vida y la obra de María Teresa León. El autor es un poeta de relieve (Niebla fría), un novelista provocador (El amor y la nada) y, sobre todo, un excepcional biógrafo que supo dibujar a Miguel Hernández, a Maruja Mallo, y ahora a María Teresa León.
La autora de Memoria de la melancolía fue bastante más que la cola del cometa Alberti. Ferris lo demuestra en este libro, sobre todo cuando narra su gestión durante la guerra incivil española, tanto en la Alianza de Intelectuales Antifascistas como en las Guerrillas del Teatro, aparte de su intervención en el traslado y salvación de los cuadros del Museo del Prado que temblaban en el Madrid bombardeado.
Hija de un coronel, se educó con las monjas del Sagrado Corazón y luego en la Institución Libre de Enseñanza. Madre independiente, inquieto espíritu revolucionario, aprendiz de periodista, se enamoró de Alberti y estuvo al lado del poeta en los mejores y los peores momentos del autor de Poemas del amor incierto. Durante la luna de miel, que trascurrió en París, conoció María Teresa a Picasso, a Gide, a César Vallejo, a Carpentier, a Marc Chagall, a Miguel Ángel Asturias, a Uslar Pietri... Viajó María Teresa a lo largo de su vida por todo el ancho mundo. Conoció, desde Lorca a Aleixandre, desde Neruda a Machado, a la entera república de las letras. Tras la guerra incivil, en la que el Ejército vencedor secuestró la soberanía nacional, María Teresa, del brazo de Rafael Alberti, se trasladó a París. Allí vivió la noche insomne en la que Rafael escribió Se equivocó la paloma, se equivocaba. Y desde Francia, se trasladó a la Argentina, donde en 1941 María Teresa León alumbró Contra viento y marea y a su hija Aitana, la niña adorada de Rafael.
Después vinieron los días con Hemingway, el vuelo de la paloma de Pablo Picasso, la China que sonreía, las fábulas del tiempo amargo y, finalmente, el viaje a Roma, al hogar compartido durante quince años en el Trastévere, donde yo conocí a este personaje que era la ternura viva, la pausada belleza, la imperturbable serenidad, la memoria de la melancolía. Ferris cierra su biografía con el relato devastado de los años tristes en los que la enfermedad desgarró a María Teresa y el olvido la rodeó.
Pero no el de Rafael. Soy testigo del recuerdo permanente que Alberti volcaba sobre ella. Raro era el día en que no me hacía alguna alusión a los pasajes de su vida con la mujer que tanto amó. Sería cometer una grave injusticia enlodar a Rafael como un hombre sin corazón en el trato con María Teresa. Era todo lo contrario. Estaba ya enamorado de María Asunción Mateo pero sufría en el recuerdo de María Teresa. Sabía que no se equivocó la paloma, no se equivocaba. El 16 de diciembre de 1995, nos invitó el poeta a un almuerzo en su casa andaluza, Ora marítima, a Marcos Ana, a Gonzalo Santonja a Rafael de Penagos y a mí. Nos acompañaron María Asunción y Marta. El poeta estuvo brillante con el humor a flor del pelo blanco y la palabra encendida. Marcos Ana se refirió a la melancolía del momento y entonces Rafael se volvió hacia mí, me apretó el brazo y me dijo con la mirada entristecida y turbia: “María Teresa fue el amor grande de mi vida”.