La poesía de Alejandro Roemmers se conmociona ante los paisajes de la tierra y del viento, ante los paisajes de la tierra y del alma. El poeta es “un silvestre arcángel desvelado”, madero solitario en el naufragio de la vida. Al pasear por los jardines de la desmemoria, roza una mano más azul que el hielo y le duele la herida profunda del silencio. Siente el latido de las alambradas y se refugia en el viento fecundo del sembrado. Sus versos sin cicatrizar se queman de agosto en los jarales.
En el cuerpo flamenco de España comienza a vibrar para él una guitarra. Arde la noche sobre el paisaje que abraza el Monasterio de El Escorial, dormida la historia en la explanada que ciñe su cintura de granito. Bajan sedientas las flores hacia el mar, pero en las ramas del árbol malquerido queda el fruto nunca arrebatado. El poeta argentino de España en mí se despide con los ojos vírgenes de la tierra avizorada entre alas y senderos. Conoce por primera vez la belleza insondable de la rosa. Se lleva a España en el corazón y escucha cómo le palpita en el alma.
Regresa después al amor incierto, a la amada inmóvil, y alcanza la rada serena de su puerto, en donde sin querer se sintió dichoso. Es el retorno del amor que vuela al infinito y que lo ensancha. El poeta escucha cómo suena la amada en sus tañidos. Y permanece en silencio. Para qué hablar si así callada se aparece ella en su interior “hasta quedarse como queda la luna en la enramada”. El ancla fugaz de la memoria le devuelve el éxtasis y la entrega, y entonces solo existen ella, él y la poesía... y esas cenizas que trae entre las manos y le queman.
La tarde quiebra en el horizonte la figura de la amada. Se desnuda el tiempo y se enciende la piel sobre la arena. Comienza ella a andar de forma silenciosa. Un destino de huellas se desprende de sus pasos, depurándose en lo alto la sangría del dolor inmóvil que la lacera. Desanda el poeta los muros de su herida para decir a la amada: “Ahora que el sentir ha concluido y el corazón me entregas obediente, soy más esclavo cuanto más querido”.
Admira Alejandro Roemmers a Miguel Hernández, compañero del alma, compañero, y le canta desde el umbral voraz de su agonía, hortelano valiente de la España, ruiseñor de su sangre fratricida. Aún hay, Miguel, le dice, nieve almendrada en tu guadaña y una espuma salada en tu mordida. Y reconoce el poeta, al dirigirse a Luis Alberto de Cuenca: “Tú citas a Verlaine, yo traiciono a Rimbaud... Tú me regalas libros, yo te dedico arena... Tú habitas en la calma, yo impulso tempestades”. “Jugando con catorce piedras construyo la eternidad”, escribió Rubén Vela sobre la verdad última de la poesía. Y Roemmers concluye: “Versos ciegos, ardidos, desolados, contra la furia indigna de los vientos, hombría del soneto castellano”. Descubre, en fin, el autor de España en mí los colores de los mallines dormidos y convierte su poesía en la celebración de la existencia, al estilo de Walt Whitman o de Pedro Salinas.
Ligada al amor, escucha el poeta como baten las alas de la muerte, amante compañera de la vida. La poesía se le hace entonces más profunda en cada verso. Con los años se ha habituado ya al roce constante de la muerte. Sabe que, arribados a la oscura penumbra del más allá, “son iguales los que viven por sus manos y los ricos”. Y se pregunta cómo será la muerte, cómo llegará, despacio o de repente. El tiempo de los espejos rueda y Dios sigue callando, cuando la noche incierta del poeta ya alborea y es la misma para el que ha de morir y para el que renace. Si así fuera el fin, que sea nuestra mirada su peldaño y este brindis final, la despedida. Jorge Luis Borges, hombre de la esquina rosada, es un fulgor en los versos de Alejandro Roemmers y parece decirle desde la otra orilla: “A ti también en otras playas de oro, te aguarda incorruptible tu tesoro, la vasta y vaga y necesaria muerte”.