Manuel Mateos murió prematuramente. Fue un excepcional director de cine, mantuvo siempre su independencia creadora sin renunciar a la ideología socialista que profesaba. Hombre de amplia cultura pedernal, de inteligencia sagaz, solidario con los desfavorecidos, guardo de él un recuerdo de admiración sincera. Un día me llamó para proponerme que hiciera de actor en su proyectada película Neruda en Valparaíso. A lo largo de mi dilatada vida profesional he rechazado siempre la aparición fugaz en filmes de Manolo Summers, José Luis Dibildos, Vicente Escrivá, Pedro Masó… Acepté, sin embargo, la oferta de Manuel Mateos porque su película (estrenada con éxito y pasada varias veces por TVE) era un homenaje a mi inolvidado amigo Pablo Neruda. Mi papel consistió en reproducir las tertulias que el poeta organizaba en el salón de su casa en Isla Negra, arrebolado por las aguas del Océano Pacífico, entre mascarones de proa, guillerminas de pechos enhiestos, sonoras caracolas y raras botellas enamoradas.
Todo ello junto a Sara Vial la poeta que mantuvo amistad intensa con Pablo Neruda y que al borde de los 90 años falleció hace unas semanas en Viña del Mar, acentuando en mi dolor sus versos de La ciudad indecible, Viaje a la arena y, sobre todo, Al oído del viento. Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Gabriela Mistral, María Luisa Bombal se adivinan tras los poemas de Sara. Y, sobre todo, Pablo Neruda que escribió: “Sara Vial es trinadora, tiene el corazón eléctrico. Es verdadera y suave. Sauce Sara”. Oído del viento, la poeta resumió así su ambición vital: “Más allá de mi canto no soy libre”. Y lo fue a borbotones.
Durante varias décadas mantuve relación con ella, aparte los reiterados encuentros personales en Madrid y en Chile. A veces me hablaba de su adorada María Luisa Bombal y decía que su palabra casi no tenía materia, de tan pura que era, y que sostenía su copa como si fuera un pétalo. En un erizante libro de memorias narraba a ráfagas nuestras correrías por La Sebastiana en Valparaíso, y reproducía cartas que me escribió Pablo y también Matilde y que nunca supe de dónde las había sacado. En cada párrafo, en cada línea, en cada palabra, en cada fotografía de la obra de Sara Vial, Neruda retorna a Valparaíso como un Proust aterido y ávido. Sara Vial encendía el cuerpo y el alma del poeta en el Club de la Bota, donde ancló la nostalgia. Recordaba los versos torrenciales de la reina del agua, luna de puñal sobre los cerros. Me pidieron que escribiera el prólogo y presentara el libro de Jaime Quezada Neruda-García Lorca. Redacté el prólogo encantado y después viajé a Chile para presentar el libro ante un público que lo desbordaba todo. Quezada incorporó a su obra Paloma por dentro, un librito desconocido de Neruda, ilustrado por Federico García Lorca, salvo la portada de Jorge Larco. Está dedicado a Sara Tornú y se hizo de él un solo ejemplar. Menuda joya literaria.
Me faltan cada vez más mis amigos muertos. Me falta aquel Miguel Ángel Asturias de mi primera juventud con su voz lenta y triste. Me falta Juan Rulfo, aniñado, tímido, introvertido. Y Arnold J. Toynbee, el maestro de la serenidad absoluta. Y Jorge Luis Borges, tan ácido y hermético, hombre de la esquina rosada, con melancolía de la Lujanera. Y José María Pemán, que era la generosidad y la bondad. Y Octavio Paz, la inteligencia en estado puro, la cultura en ignición. Y Salvador de Madariaga, el espíritu equilibrado y liberal. Y Buero Vallejo, la honradez desesperada. Y Camilo José Cela que colaboró estrechamente conmigo cuando dirigí el ABC verdadero. Y Oswaldo Guayasamín, la espátula sobre el sufrimiento y la atrocidad. Y Rafael Alberti, con nostalgia de versos y de exilios, de tiernas aitanas, hombres deshabitados y perdidas arboledas. Y Pablo Neruda, sobre todo Pablo Neruda, siempre Pablo Neruda.
A Sara Vial, tan querida amiga, la ha visitado ya, como si leyera el verso de Jorge Luis Borges, “la vasta y vaga y necesaria muerte”. Desde la consternación que me ha producido la noticia, recuerdo la palabra de la poeta desaparecida: “Hay en mi poesía un canto a la fugacidad”. Pero tras las huellas fugitivas de sus versos y de su vida, estoy seguro de que Pablo Neruda la estaba esperando en la estrellada noche, tendido entre las hierbas de la amistad y el cariño.