Expectación ante el Premio Valle-Inclán
Los premios literarios son el sonajero del escritor. Sirven para hacerlos vibrar durante un tiempo. Luego, lo que cuenta es el trabajo nuestro de cada día. Ciertamente, los premios estimulan la creación, adornan la biografía, colman las vanidades, enaltecen la obra y crispan a los competidores pero, salvo el caso de Cela con su Nobel omnipresente, no son un fin en sí mismos.
El Cultural, de acuerdo con el diario El Mundo, ha decidido crear una serie de premios que contribuyan al estímulo de la creación artística y científica. Se trata de una iniciativa cuidadosamente meditada y desmenuzada. El primer envite de la vasta operación cultural que ahora emprendemos es el Premio Valle-Inclán de Teatro. La convocatoria ha despertado larga expectación. Premios de teatro hay muchos en España, alguno de ellos, tan prestigiosos como el Mayte. La lista de galardonados con el Mayte es la radiografía del teatro español en los últimos cincuenta años.
El Premio Valle-Inclán emprende ahora una marcha que se propone vertebrar las próximas décadas de nuestra escena. Lo de menos es su dotación, a pesar de alcanzar una cota suculenta: 50.000 euros y una escultura en bronce de Víctor Ochoa. Lo de más es el planteamiento de un galardón rigurosamente independiente y al margen de cualquier frivolidad o compromiso.
La clave del prestigio y la independencia de un premio reside en el Jurado. El Valle-Inclán tiene como presidente a uno de los máximos representantes de la cultura española actual: Francisco Nieva, académico de la Española, hombre que en el teatro, la poesía, la novela, el ensayo, la ópera, el ballet, la escenografía, la pintura, ha derrochado a lo largo de muchos años una torrentera de talento y modernidad. Junto a él, está Antonio Mingote, el genio del humor y el lápiz. Y Jaime de Armiñán, el escritor y director admiradísimo. Y Jaime Siles, el sabio de la Literatura, catedrático y poeta. Y Antonio Garrigues, que encabeza el primer bufete español y que, además, estrena todos los años una obra de teatro de cámara. Y Ana Diosdado, triunfadora en la escena desde su juventud. Y José Luis López Vázquez, el indiscutido, el grande. Y actrices de dos generaciones, Analía Gadé y Blanca Marsillach. Y periodistas ilustres y responsables de teatro como Ruperto Merino, Marta Rey, Manuel Llorente, Javier Villán y Liz Perales.
Este Jurado se reunió el pasado mes de enero y, tras reñidas votaciones, eligió a los doce finalistas del Premio. Naturalmente no voy a hacer valoraciones críticas pero sí decir que en la lista de candidatos hay actrices y actores consagrados: José Luis Gómez, Nuria Espert, Juan Echanove, Albert Boadella, Aitana Sánchez-Gijón y Julieta Serrano. Hay actrices de la nueva generación: Belén Fabra, que deslumbró en Plataforma y Celia Freijeiro, considerada por la crítica especializada como la mejor actriz joven de teatro en España. Hay una directora y actriz de apellido tan complicado que se deslizó una errata en su nombre en la invitación, Irina Kouberskaya. Hay un director en el mejor momento de su carrera teatral, Juan Carlos Pérez de la Fuente. Y dos autores, Ernesto Caballero que crece cada día y la mejor dramaturga española hoy, Paloma Pedrero.
El Premio Valle-Inclán se otorga al acontecimiento teatral del año en Madrid y por eso a él concurren actrices, actores, directoras, directores, autoras y autores. La expectación, en fin, está servida. Vamos a abrirnos a todas las vanguardias y a encerrar los preceptos con seis llaves. Vamos a apostar por el mejor público, pues, como escribió el clásico, el pueblo, “si dándole paja, come paja, siempre que le dan grano, come grano”. Se puede vaticinar que la votación del Valle-Inclán será reñidísima. El próximo lunes en el Teatro Real de Madrid se abrirá la pura, encendida rosa de este Premio que comienza su navegación con el deseo general del mundo del teatro de que arribe cada año al mejor puerto de la escena española.
Zig Zag
Los censores franquistas no se dieron cuenta del alcance de la obra y se limitaron a cercenar un par de escenas. Marsillach-Sade y Prada-Marat hicieron una interpretación memorable que duró solo tres días en medio del clamor crítico contra la dictadura y la apoteosis del mayo francés. Estuve en aquel estreno y recuerdo a Serena Vergano, tan bella y auténtica, en Carlota Corday, así como la parafernalia de los locos que desde El Español irrumpían en el temblor de la dictadura, pues, en el país de al lado, Salazar se desmoronaba enfermo de muerte. Moreno Zarza (Alfonso Sastre) se refugió en el seudónimo, con una versión inteligente de la obra de Peter Weiss. Y a lo que vamos: me gustó el nuevo Marat-Sade de Andrés Lima, aunque descargado de la tensión de la dictadura, en una España que la Monarquía de todos ha hecho por completo diferente a la de 1968, a pesar de las punzadas políticas que se sueltan inteligentemente sobre la escena. Soberbia la escenografía de Beatriz San Juan, discreta la interpretación, sobresaliente la dirección, extraordinario el espectáculo teatral. Porque hay una cosa que no ha cambiado: el mundo sigue siendo una casa de locos y Weiss se limitó a poner un espejo delante de nuestra sociedad europea, tan hedonista y descoyuntada. Marat-Sade es intemporal. Se ha convertido ya en un clásico.