El menosprecio de nuestra lengua
por Ricardo Senabre
22 mayo, 2002 02:00Ricardo Senabre
Una especie de medroso complejo de pobres nos lleva a rendir pleitesía lingöística a cualquier otro idioma, reconociendo implícitamente la poca estima que nos merece el nuestro
Por desgracia, no es un hecho que deba producir extrañeza, aunque sí irritación. Cualquier persona acostumbrada a viajar sabe que nuestra lengua aparece raras veces en avisos, carteles, rótulos o prospectos que puedan encontrarse en países europeos, mientras que nunca faltan las traducciones a otros idiomas que, en muchos casos, tienen una cantidad irrisoria de hablantes en todo el mundo. Se jalea mucho la buena noticia de la expansión del español en numerosos países, su presencia creciente entre las materias de enseñanza, su velocísima instalación en amplias zonas de los Estados Unidos. Sin embargo, una conferencia internacional celebrada en España tiene como lengua oficial el inglés; cada vez es mayor el número de películas norteamericanas que se exhiben, en los cines o en la televisión, manteniendo el título en su idioma originario; en marcas, nombres de establecimientos, anuncios y rótulos se persigue, como rasgo de suprema elegancia, acuñar denominaciones con tufillo anglosajón, y un bar puede llamarse "Julio’s" ante la indiferencia general. La irresponsable erosión de nuestra lengua empieza en sus propios dominios. Como señaló George Steiner al recibir el premio Príncipe de Asturias, el español tiene sus peores enemigos dentro de sus fronteras. Es tan nociva y culpable la actuación de quien traduce Big Brother por "Gran Hermano" -ignorando que significa "hermano mayor" y cobrando, además, por su ignorancia- como la de quienes obligan a los locutores a decir A Coruña o Lleida -¿ y por qué no Alacant?- cuando no están hablando en gallego ni en catalán. Ha pasado mucho tiempo desde que nuestros antepasados se pasearon por Europa españolizando los topónimos, diciendo sin temor alguno Mastrique, León de Francia, río Meno y otros nombres. Ahora, la postura es la contraria. Una especie de medroso complejo de pobres nos lleva a rendir pleitesía lingöística a cualquier otro idioma, reconociendo implícitamente la poca estima que nos merece el nuestro.
Si somos los primeros en socavar el uso de nuestra lengua, en ahogar cualquier brote de legítimo orgullo por disponer de este riquísimo patrimonio, ¿cómo podemos aspirar al respeto de los demás? Un idioma no se mide únicamente utilizando como calibrador el número de hablantes que se sirven de él, por importante que sea este factor. Para alcanzar el empuje adecuado necesita tener como refuerzo irrenunciable un sólido poder político y económico. De nada sirven los millones de seres humanos que hablan español si casi todos ellos pertenecen a países poco desarrollados, con exiguo peso específico en la política internacional, sin apenas presencia en el entramado de los grandes negocios, de las industrias más florecientes, de la riqueza productiva. éste es el problema que aqueja al español: pugna por hacerse un hueco entre otras lenguas invocando valores, como su antigöedad, su extensión o su excepcional literatura, que no son apreciados en un mundo donde lo que prevalece, lo que otorga primacía sobre los demás, es el producto interior bruto, la renta per cápita y la capacidad para actuar como prestamista de otros y tenerlos de este modo supeditados. ¿Qué puede hacerse en esta situación para reducir el trato a menudo vejatorio que se da a nuestra lengua? Aumentar nuestro poder político y económico, abandonar la posición de país subalterno, no dejarnos seducir por el peligroso horizonte que se perfila para España, convertida en lugar de vacaciones, en playa de Europa, en un país de servicios, lleno de restaurantes, bares, casinos, hoteles, camareros angloparlantes y academias para enseñar español en pocas semanas. Al mismo tiempo, es también imprescindible dejar a un lado todo triunfalismo, borrar la inacabable glosa de las pasadas grandezas y no entretener a los ciudadanos con creaciones estériles, como ese recién nacido y bautizado "Instituto Castellano y Leonés de la Lengua" que no es el primero que brota y cuyas funciones posibles constituyen un enigma. Para fomentar la enseñanza y la investigación de la lengua existen otros cauces ya establecidos y que sufragamos entre todos. Ahí, en esos terrenos, es preciso acentuar los esfuerzos, porque ya conocemos la destreza lingöística de nuestros jóvenes. En cuanto a los políticos, sería deseable que dejaran en paz a la lengua, que reprimieran sus tentaciones de gobernarla y que se aplicaran a lo que les compete, que es impulsar el progreso y el bienestar del país y procurarle un puesto entre los primeros. Entonces será cuando aparezca el español en los bombones vieneses. Lo demás son ganas de distraer; pura cháchara, sombra, vacío, nada.